miércoles, 4 de agosto de 2010

Del pochoclo y el reloj.

Filosofetas. Reflexiones insubstanciales.

Del pochoclo y los relojes.


Me dicen que es moda que los espectadores de cine coman pochoclo durante una función. Me dicen, además, que ésa es una costumbre que ya lleva entre nosotros, los argentinos, quince años o más. Y me dicen, por último, que en esos sitios modernos, al pochoclo le dicen pop-corn.

Estas módicas noticias me provocan las siguientes acciones: Uno: me he visto obligado a tomar conciencia de que hace como veinte años que no voy a un cine. Dos: puedo decir que tengo un excusa para no lamentarme de esa falta y que la misma me sirve, también, como excusa para no querer enmendar esa falta. Tres: sospechar -fundadamente- que la penetración cultural del Norte hacia el Sur no se detiene, con lo cual mi humor empeora. Cuatro: me siento tentado en componer algunas reflexiones insubstanciales alrededor de estos temas.

Como ya habrá barruntado mi lector, no me resistiré a dar rienda suelta a esta última tentación.

Las enumeradas acciones de mi voluntad, surgidas desde la constatación de una moda tonta como es comer pochoclo en el cine, me permiten levantar sobre mí mismo la sospecha que me he convertido en un conservador recalcitrante. Sin embargo, ni bien me acuerdo (y reafirmo) que me siguen gustando tanto los tangos de la guardia vieja y las películas de Gardel como con los tangos de Bajo Fondo Tango Club o las peliculas de Tim Burton, contrarresto aquella sospecha. Ergo: no es que me hubiera convertido en conservador en el sentido lato del término; simplemente me he convertido en un viejo.

El hecho de que me sigan gustando las mujeres, a pesar de que ya no me mueven un pelo, (o nada más que un pelo) lo reafirma.

Los viejos abominamos de ciertas modificaciones de las rutinas, sobre todo si tales modificaciones son de las más pequeñas e inútiles. Que aquellos que concurren a un cine en estos días elijan llamar pop-corn al pochoclo me resulta fastidioso, aunque mi fastidio quedaría justificado por aquello de la añoranza a nuestra propia cultura, tan castigada en estos tiempos de globalización. Y la reprobación de mi parte para eso de los espectadores coman durante la función, podría sostenerlo con argumentos tales como que se trata de un asquete. ¿Por qué no cortarse las uñas de las patas en las escenas aburridas, por ejemplo?

Se me objetará afirmando que no es lo mismo de repugnante ver (u oír, u oler) comer pochoclo a un prójimo demasiado próximo que ver al mismo prójimo demasiado próximo cortándose las uñas. Refutaré esa hipotética objeción con esta réplica: usted nunca vio a mi tío Ernesto comiendo pochoclo: adoraría usted hasta la profesión de podólogo.

Como fuere, insisto: hay incómodas modificaciones menores del cosmos cuyas probables explicaciones para esas incomodidades carezcan de argumentos racionales, o no transciendan el carácter irascible del viejo, sino que se agotan en eso, es decir, en la condición de irascible del carácter del viejo. Comer o ver comer (u oír, u oler) a un prójimo próximo a uno en un cine durante la proyección de un película es una de esas incómodas modificaciones del cosmos. Hay otras.

Por ejemplo, que la dirección de un canal de televisión decida cambiar los horarios de los programas que suelo ver regularmente, me puede llevar directamente a la abominación, no sólo del programa hasta entonces favorito sino del canal todo. En casos así, llamo a uno de mis nietos que conocen los arcanos del control remoto, para que eliminen ese canal del alma de esa prolongación tan boba como útil de la mano.

Otro ejemplo: que los evangelistas domingueros de estos tiempos sean más agresivos, más pelmazos, que los evangelistas domingueros de hace tres décadas, puede provocarme ataques de ira. Antes, los despedía con alguna mínima muestra de cortesía; ahora no: ahora los despido con las más agrias demostraciones de falta de urbanidad: ¿Por qué no se van a predicar al desierto, así no joden a nadie? En los desiertos no hay domingos, ni lunes, ni nada. Sé que es inútil, porque los evangelistas carecen del sentido del humor y están incapacitados para decodificar ironías. Sólo responden a los exabruptos más guarangos, aunque tampoco saben responder a éstos con la furia humana, sino que se ponen a blandir maldiciones satánicas y otras manifestaciones de idiotez por el estilo. Sé que es inútil, decía, pero igual se me da mostrarme para con ellos más agresivo de lo que ellos se muestran para conmigo.

Hay más, por supuesto: Ahora es cosa corriente que en un café o restaurante haya carteles por todos lados que rezan: los baños son para uso exclusivo de los clientes. Como comprenderá usted, amigo lector, si me veo obligado a consumir un café nada más que para poder usar el baño del bar, es esperable y aun saludable que una vez que logre pelar en ese lugar sagrado donde acude tanta gente, desarticule mi puntería con certeros mandobles de pene con el fin de orinar abundantemente el piso y las paredes del baño.

Antes -para seguir en este tono de queja menor- había seres humanos detrás de las ventanillas de los bancos, dispuestos a hacer tareas sencillas tales como contar billetes o sellar papeles. ¡Ah! ¡Qué placer provocaba verlos desarrollar con habilidad de prestidigitador esas tareas! Ameritaba, no digo el aplauso, pero sí un muchas gracias que uno le regalaba, adosado a una sonrisa, al tipo o tipa antes de retirarse de la ventanilla, ya con los billetes, ya con un papel sellado. Ahora no: ahora en los bancos hay robots a los que, increíblemente, llaman cajeros.

El señor le va a enseñar cómo se hace, me dijo la primera vez una empleada de banco que me mandó derechito al cajero robot y me señaló a un empleado con uniforme del Ejército de Salvación. En efecto, un señor de la vigilancia me aleccionó en el funcionamiento de esa máquina. Se aprende rápido, es verdad, pero yo recurro al empleado humano cada vez que voy al banco. Porque de lo que se trata es de rebelarme -vana, pero placenteramente- contra la automatización. Señor: ¿me puede explicar cómo funciona esto? ¿No se lo expliqué la semana pasada...? Puede ser, pero se me olvidó. ¿Me hace el favor, quiere?

Una vez, una joven que estaba en la fila detrás de mí, que se percató de que no encaraba la máquina, y de que miraba para todos lados en busca del hombre de la seguridad, me preguntó: No, g¿Quiere que lo ayude, abuelo? No, gracias, abuelo las pelotas, dije y pensé. Quiero que venga el señor de seguridad porque él sabe mi clave, ya que yo no la recuerdo. ¡No, abuelo, usted no le tiene que dar la clave a cualquiera! No, no es a cualquiera: el señor de seguridad no es cualquiera, yo lo conozco, se llama Miguel. Allá está. ¡Ea!, Miguel, me da una mano, por favor... ¿Otra vez usted, abuelo?

Abuelo las pelotas. Hace rato que soy abuelo; lo que soy desde hace poco es viejo, que es otra cosa. Ser abuelo es aprender a aceptar los cambios: los nietos cambian mucho más rápido de lo que cambiaron los hijos en su momento. Un abuelo se alboroza ante el mínimo cambio que se manifiesta en el nieto, y eso ocurre todos los días. Ser viejo es otra cosa.

En la vejez nos aferramos a las rutinas y nos incomodan las alteraciones mínimas del cosmos. Nos rebelan los cambios que modifican nuestra vida cotidiana, nuestros hábitos cotidianos. Por ejemplo: celebré con verdadero fervor la media sanción, por parte de la cámara de diputados, del proyecto de ley que elimina ese artículo del código civil que menciona como actores necesarios a un hombre y una mujer para referirse al matrimonio, y pongo todas mis energías mentales para que el Senado convierta en ley el proyecto. Pero, vea usted la diferencia, quise conspirar contra el Gobierno cuando se le ocurrió modificar la hora oficial, en aras de un supuesto ahorro de energía. Cenar con la luz del sol es insoportable y, de haber hallado conspiradores en buen número, habría atentado contra la autoridad del Estado por ese desatino. Semejante norma ameritaba una revolución, aun si fuese efectiva la medida: es preferible cenar a la luz de las velas cuando hay corte de luz eléctrica a tener que servir la sopa sobre una mesa inundada por los rosados colores de la tarde y alborotada por el chirriar de los gorriones.

Seré franco: tengo para mí que eso de comer pochoclo en el cine es una suerte de retroceso para la humanidad. Por lo menos para esta parte de la humanidad que llamamos argentinos. Allá ellos, los yanquis, si comieron pop-corn en los cines desde siempre. Aquí es como una involución cultural. Es como una suerte de compensación cósmica a otras modificaciones evolutivas, como por ejemplo el descubrimiento de una vacuna o una droga que salve millones de vidas. Es como si Dios dictaminara: ¿En Suecia se acaba de inventar un medicamento milagroso? Pues entonces que otros, por ejemplo los argentinos, coman pochoclo en los cines, para compensar el desequilibrio que se ha producido en favor de la humanidad y en mi contra. Algo así.

Me dicen, también, que algunos chicos de clase media de vida holgada celebran Halloween. O que los jóvenes de clase media no tan acomodada celebran San Patricio empedándose en masa. Pero esto no me preocupa demasiado, lo confieso. Son grupúsculos. La inmensa mayoría del pueblo aborrece de esas celebraciones que se nos tratan de imponer a la fuerza. Esas modas pasarán, de puro vacuas que son.

Lo que no pasa, lo que no deja de pasar nunca es el tiempo que, precisamente, consiste en pasar. O aparenta pasar. Aunque es lícito dudar incluso de tal apariencia, la apariencia de ese paso está y es fuerte. El tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos, rezan los versos del poeta cubano. Y pasa más rápido cuando, el que lo mide, suma en su propia humanidad una pila de años, es decir, una montaña de tiempo. Aquella constatación empírica de que los cambios se dan más apretaditos en los nietos que en los hijos confirma esa relatividad del tiempo según la edad del sujeto que lo mide, padece, sufre, tolera o goza.

Hay una sentencia de Borges que me ha parecido siempre débil. Escribió nuestro poeta mayor y hasta hoy único proto filósofo que dio la patria: "Negar el tiempo es dos negaciones: negar la sucesión de los términos de una serie, negar el sincronismo de los términos de dos series." (Borges, Otras inquisiciones. B)

No necesariamente debe haber sincronismo entre diversas series. Al menos, no hay pruebas de esa necesidad. Esa necesidad de sincronismo entre series temporales es lo que aparenta al observador que no forma parte de ninguna de las dos series, pero no lo es para cada una de las subjetividades involucradas en cada una de las series. Parafraseando a Schopenahuer, me anticipo a defenderme de una hipotética objección: Creer que el sincronismo de las series temporales es sólo aparente a la subjetividad que las contempla desde fuera puede ser considerado un pensamiento absurdo; creo que lo absurdo está, precisamente, en imaginar lo contrario.

Si los cambios en el cosmos, la naturaleza, la sociedad y los hombres se producen en forma cada vez más apretada a medida que el sujeto de la serie que observa ese cosmos avanza en edad, ¿por qué no sospechar -fundadamente- que ese estrechamiento en los intervalos entre los cambios alcanza valores infinitésimos, cercanos a la misma anulación del tiempo cuando el sujeto alcanza una edad matusalena?

Nadie ha alcanzado tal edad como para que pueda dar testimonio de su percepción del tiempo a los novecientos y tantos años de pura vejez, pero sí hay signos que nos permiten sostener -caprichosa pero fundadamente- alguna tesis audaz. Ya he relatado alguna vez el caso de un tío que murió a una edad muy avanzada. Había sido traído por sus padres de Italia cuando él tenía dos o tres años de edad. ¿Cuatro, prefiere? Póngale cuatro. Al ingresar en la última agonía, cuando ya había perdido toda su comunicación con este mundo, sus palabras se reducían a incoherencias dichas en dialecto fruilán. Dialecto que jamás había utilizado en toda su vida en Argentina, que fue como de ochenta años. Sus expresiones incoherentes en un dialecto olvidado, sus vagas pero inequívocas sonrisas -amplias, gozosas- durante la agonía, bien podrían ser un signo de una realidad que nos es desconocida y, al ingresar el mortal en las regiones cercanas a la Gran Puerta, el tiempo deja de suceder, como en los sueños.

Los refutadores de leyendas de Villa del Parque podrían burlarse de mí, recordándome que las drogas que calman el dolor del muriente alteran la conciencia. Es verdad, pero no conozco ninguna droga que provoque a un moribundo de casi noventa años hablar un dialecto olvidado durante ochenta y cinco. Además, aquél tío murió de viejo, y no fue el dolor de una grave enfermedad lo que lo llevó a un hospital. Tampoco lo dormían los enfermeros para que no molestara: aquel viejo tío no molestó nunca a nadie, ni siquiera a la hora de morir. Cuando joven, contaba malos chistes cuando se chispeaba en las celebraciones familiares; ése fue su mayor pecado en esta vida.

Más fuerte es la objeción que podría oponerme un Hombre Sensible de Flores: tal vez en la muerte -podría oponerme un trovador y poeta de pizzería-, de alguna manera la subjetividad se aniquila en la aniquilación del tiempo de la misma forma como sucede en los sueños. Sé que una réplica a esa objeción que advirtiese que en los sueños, a pesar de todo, el sujeto no pierde la conciencia de su subjetividad y que esta conciencia de un sujeto es incómoda para la atemporalidad, tampoco serviría. En efecto, nadie podría asegurar que la descripción en vigilia de un sueño no sea más que la primera versión temporal, taquigráfica y mal trascrita, de una experiencia que durante el sueño, no sólo no tuvo serie temporal alguna reconocible, sino sujeto que la pudiera reconocer.

Tal vez en la vigilia, en el inmediato despertar de cada día, el relato del sueño no sea otra cosa que una forzada puesta en funcionamiento de todas las series temporales del universo, comenzando por el alfabeto. Una sincronización de las series temporales ajenas al sujeto que despierta. Algo así como dar cuerda al mundo cada mañana, para que funcione de modo que lo podamos reconocer. O peor aún: tal vez cada mañana, tras el despertar, no hacemos otra cosa que echarnos encima el tiempo, con idéntica mansedumbre con que nos ponemos las ropas y el calzado. Y así como en la vejez preferimos las pantuflas a los zapatos de cuero, las ropas de entrecasa al elegante sport, así del mismo modo los viejos nos calamos cada mañana una versión más aligerada del tiempo. Una versión del tiempo en la que las grandes modificaciones suceden tan apretadas que nos mueven a la indiferencia; a la vez que las pequeñas modificaciones de las rutinas que nos pertenecen nos alteran el ánimo, nos conducen al mal humor y a la módica rebelión.

Mi última reflexión sobre este tema permanecerá oculta detrás de una pregunta: Si en medio de una función de cine algún espectador se atragantase con pop corn, ¿debería interrumpirse la proyección para asistirlo? ¿O el show must go on a como dé lugar?


Alfredo Arri.

o0o

domingo, 1 de agosto de 2010

Siempre lo supimos.

Poesías.


Siempre lo supimos.

Vos y yo siempre supimos
que no éramos del mismo palo.

Vos eras del amor declamado,
de las flores en fecha,
de la palidez de un suspiro
y de las mañanas cargadas
de deberes ciertos
(o vagamente inciertos).

Yo en cambio siempre fui de amar en silencio,
sin reparar en fechas o signos convencionales;
siempre fui de gritar los gritos y de putear las puteadas
en tiempo y forma;
de noches jugadas al azar de todos los caos,
sin importarme una mierda
el destino...
o como se llame esa ilusión de sucesiones dictadas
por un dios aburrido
y notoriamente torpe.

Dos almas diferentes unidas por el amor
y el espanto.

El espanto a la nada;
de no tener al lado
una puta y miserable sonrisa
desganadamente humana.

Los repetidos besos que rompen silencios
y estruendosas caricias que repiten besos.

Todo ha sido una infinita rutina en un amor
de dos palabras
de cien besos
de diez mil caricias
y de cien mil silencios.


Alfredo Arri. 2009

jueves, 27 de mayo de 2010

Muertes. Relato breve.

Relatos breves.

Muertes.


Mariano era el hijo del medio de los tres que trajo a esta modesta parte del mundo el viejo José (almacenero de los de antes) , y que hasta los primeros años de los noventa estuvo al frente de su almacén de la calle Llavallol. Mariano vivía en Estados Unidos, y ahora estaba de visita en Buenos Aires.

Los otros dos hijos del gallego nunca salieron, no sólo del país sino del barrio. Inés, agraciada y de buen carácter, se casó con un visitador médico que hoy es gerente de un laboratorio y tuvo tres hijos. Por su parte Juan José, el mayor, fue primero policía de la Federal y luego, a partir de los años setenta, guardaespaldas de un sindicalista de nombre notorio. Juanjo, así le decíamos todos en el barrio, era un hombre de modales suaves para la media varonil del barrio en aquellos años. Las lenguas incontinentes decían que era homosexual, pero a mí me consta que era un mujeriego empedernido. Es verdad que el amaneramiento para un guardaespaldas sindical era cosa rara, pero hay que decir también que supo ser rudo cuando las circunstancias lo exigían, y hubo un tiempo en que las circunstancias lo exigían a menudo. Nunca se casó; tampoco tuvo nunca una mujer con la que conviviera. Sé y me consta, como dije, que fue un putañero de alma. Con sus amigos sindicalistas o con sus colegas de la pesada, frecuentó cuanto sauna, cabaret y peringundín hubo en Buenos Aires en los oscuros años de la dictadura, y aún después. Juanjo era el tanguero en esa familia educada por inmigrantes españoles y, como tal, el más mamero de los tres hermanos.

Mariano, en cambio, fue el único de los tres que quiso estudiar en la universidad y el viejo José lo bancó sin chistar. Con un título de físico en una especialidad que nunca registré el nombre, y con el diploma universitario todavía sin enmarcar se marchó a los Estados Unidos a probar suerte.

Allá encontró la famosa suerte, y ésta fue generosa con él. Enganchó rápidamente en una universidad de renombre y a los pocos años de trabajar en investigación casó con una yanqui de prosapia blanca, católica y de buena posición social. Formó una familia de siete, raro para un yanqui.

De esta forma, al cabo de los años, José, el viejo José, alcanzó la jubilación, cerró el negocio para siempre y se sintió feliz de haber cumplido con su deber en su paso por el valle de lágrimas. En los últimos años de su vida se lo encontraba todos los días sentado a la puerta de su casa, a la espera de los eternos vecinos y antiguos clientes para conversar del tiempo, de bueyes perdidos y de sus ocho nietos. Los cinco de allá, repetía, apenas los conozco por fotos, pero un día de estos voy a ir a visitarlos. José unca fue a los Estados Unidos, pero Mariano les trajo a los nietos para una Navidad. La mujer alta, delgada, rubia y de ojos celestes, y los cinco hijos que le había hecho Mariano en el Norte, se aburrieron como locos. Tuvieron que padecer, de mala gana, una Buenos Aires calurosa y húmeda, tres primos que no hablaban inglés, un tío de mirada que metía miedo y que portaba un arma en la cintura bajo el saco, un abuelo que vestía una ridícula boina y una abuela que se empeñaba en enseñarles a cantar en español. Pero Mariano ese año fue feliz por haberlos convencido a todos para que lo acompañaran al Sur.

Fue la única vez. Nunca más volvieron a concederle esa gracia. Pero Mariano sí regresó varias veces, de visita. En las dos últimas oportunidades en que viajó fue para enterrar a sus padres. En el 99 a Conce, quien murió con la paz de los fármacos en un hospital público, y un par de años después a José, quien murió de un infarto al miocardio mirando la televisión.

A la madre, Mariano alcanzó a darle un beso antes de verla partir. Al padre, en cambio, apenas si llegó para despedirlo ya en la ceremonia de inhumación.

Viste, Marianito: murió papá, lo recibió en la puerta de la Capilla municipal su hermana Inés, mostrando, una vez más, su vocación para decir las cosas más importantes de la manera más tonta que nadie pudiera imaginar jamás. Ahá, le respondió el físico en no sé qué, investigador de la Universidad de la Gran Puta del Tío Sam, padre de cinco hijos yanquis y ex argentino por su propia voluntad. Se abrazaron y lloraron, por supuesto.

-¿Cómo está tu familia, hermano? -preguntó Juan José, ya todos en el auto del marido gerente de Inés.

-Bien, Juanjo, bien. Aprovecharon para visitar Nueva York. Phillip quería ir al World Trade Center y Lucille decidió llevarlos a todos..

Inés, como siempre, dio la nota:

-¡Ah! Ahí donde filmaron Melodía otoñal...

-No -dijo Mariano, componiendo una vez más una risa especial que desde su adolescencia tenía reservada para su hermana. -Ése que decís vos es el Madison Square Garden. No... las torres gemelas.
.
-¡Ah! Mirá vos. Podrían haber elegido Disneylandia, ¿no?

-Ay, hermanita: sabés las veces que fueron a Disneylandia.. No, Phillipe quiere ir a tomar fotos allí. Además, por ahí andan los padres de Lucille y se quedan unos días con ellos.

-¿No eran de Boston los viejos, che? -preguntó Juanjo, el único de los hermanos que había ido trajeado al cementerio.

-Sí, pero se mudaron a Nueva York porque al viejo se le dio por las artes y abrió una galería de arte en Manhattan.

-¿Y vos cuándo volvés?

-Y... me quiero quedar unos días. Me puedo quedar en la casa, ¿no? ¿A vos no te jodo, Juanjo?
.
-No, hermano, cómo me vas a joder. Un gustazo. Esta noche pizza y cerveza, ¿dale?

-Meta.

La luz de un sol que huía hacia el oeste pintaba de rosa el muro del cementerio. Los árboles gigantes de la avenida Garmendia abovedaba en una sola sombra la ancha vía. La barrera baja del San Martín los detuvo. El silencio de la calle produjo en Mariano una extraña y a la vez placentera sensación de sosiego. No había demasiado tráfico en la calle para un lunes y para esa hora. Dos o tres automóviles apenas esperaban el paso del tren. Más allá de las vías, sobre la luz de la calle Warnes esplendía el sol. Todo provocaba la ilusión de buenos tiempos para la flagrante primavera. Al fin pasó el tren. Los desvencijados vagones; los hombres apiñados que ocupaban hasta los estribos de los vagones le recordaron a Mariano, una vez más, la miseria en que estaba sumida la patria.

A la noche, Juan José y Mariano fueron hasta el Centro. Juanjo quiso llevarlo hasta la pizzería que sabía que era la preferida de su hermano. A las dos, tal vez un poco más tarde, regresaron a la casa. Juan José le indicó cómo arreglárselas con el sofá donde dormiría ésa y las siguientes noches. Luego se retiró a dormir.

Al promediar la mañana del martes, Juanjo lo sacudió para que despertara.

-¿Qué pasa, Juanjo?

-La tele, hermano... mirá la tele.

Dos horas más tarde, Juan José movía cielo y tierra para tratar de conseguir un pasaje a Nueva York. Pero fue imposible. Ni los jerarcas sindicales, ni los ministros, pudieron hacer nada. En la pantalla de la tele seguía el drama. Los teléfonos, absolutamente inservibles. Cuando cayeron las torres, Mariano se echó a llorar como un chico.

Juan José no sabía qué hacer. Apoyó una mano sobre el hombro de Mariano; murmuró algunas palabras dirigidas a su hermano que probablemente fueran de consuelo, o algo así. Finalmente, Juan José tomó la pistola y la clazó en el cinturón del pantalón.


Alfredo Arri.

viernes, 14 de mayo de 2010

Enmiendas. Poesía.

Poesías.

Enmiendas.


Tal vez un día entre los días que me quedan
(en esta cuenta de instantes que es la vida)
recorra nuevamente las veredas
por las que anduve alguna vez
tomado de la mano de un amor
y en pos de una quimera.

No se me oculta que no han de ser las mismas:
El tiempo descascara las aceras
con idéntica impiedad
con que aniquila todo
lo que roza
con su aliento de miserias.


Pero el dato no invalida la nostalgia...
La nostalgia es pródiga en enmiendas.


Alfredo Arri 2009

miércoles, 12 de mayo de 2010

La batalla.

Relatos. Poesía en prosa.

La batalla.

El sol estaba por perderse detrás del gran pico nevado y el techo de la selva perdía, de a poco, la violencia de su luminoso verdor. Los cavernícolas decidieron que era el momento propicio para iniciar un nuevo ataque. Tomaron las armas, abandonaron sus cuevas y bajaron hacia la selva. Con el sigilo que habían aprendido de los animales de la espesura, se acercaron hasta la aldea y, ni bien la floresta se abrió de golpe en la luz de la mínima aldea, se lanzaron a la carrera hacia las chozas. Una voz, la de un aldeano viejo, gritó con fuerza, para anunciar a los suyos, desprevenidos, el ataque. Fue un grito en vano, o tardío, o sin juicio: la primera lanza que los cavernícolas encendieron de muerte atravesó el pecho del viejo que había dado el alerta y éste cayó pesadamente a tierra. Un leve y efímero remolino de polvo envolvió su cuerpo. De las chozas salieron los defensores más decididos, arma en mano, dispuestos a defender sus vidas y las vidas de los suyos a sangre y sangre. El más aguerrido de todos, el hijo del jefe, el que estaba llamado a regir los destinos de los suyos cuando su padre partiera hacia la muerte, fue quien cayó primero, después del viejo. Uno de los invasores, armado con una maza, le había asestado un duro golpe en la cabeza y el guerrero quedó como paralizado en el tiempo, inmóvil, de pie, con los ojos perdidos en una mirada horrorosa. De su mano cayó el arma, una tosca lanza de metal, y al instante, varios, muchos invasores se abalanzaron sobre él y lo descuartizaron, a golpes de mazas y a filo de hachas y de fierros. Quien acaso era el jefe de los invasores, se alzó con la cabeza del joven troceado y, enarbolándola con la mano que sostenía el arma, dejó salir de su interior estentóreos y fieros gritos de victoria, o de muerte, o de enajenación gozosa. De todas las chozas salieron todos los hombres. Unos, armados con palos y hachas; otros, con metales y puntas. Un nuevo combate dio comienzo. El clamor en la aldea devino rápidamente en furor de voces y de ayes. Todos los pájaros de la selva más cercana volaron al unísono, en un acorde de alas espantadas y agudos chillidos. Sobre la tierra, los cuerpos se trenzaron rápidamente en lucha, en el estrecho espacio del sitio. En el amasijo de cuerpos y cosas, los guerreros en lucha alzaron una nube de polvo que oscureció todo. Los perros volvieron a enloquecer, una vez más, e hincaban los dientes en las carnes de los invasores. La batalla duró lo que agota una fiera del bosque en rugir un par de veces. Al cabo del combate, los invasores se retiraron raudos hacia la floresta, abandonando las armas, los muertos y los heridos. Los aldeanos, una vez más victoriosos, remataron uno a uno a todos los heridos de la horda invasora, y despenaron uno a uno a los irreparables de entre sus propios hombres. Un guerrero joven, quien había jugado su pellejo en la vana persecución de los que hubieron huido hacia la selva, apareció por entre la floresta hacia el claro. Portaba en una mano, de regreso, la cabeza del hijo del viejo jefe. En silencio, entre el silencio de todos, el joven caminó hacia el viejo y ni bien hubo llegado al lado del notable, alzó la mano que sostenía la cabeza. El venerable compuso una mueca incomprensible y, tras girar su cuerpo, se marchó hacia el interior de su choza. Esa noche, los aldeanos encendieron fogatas en el claro, sobre las llamas de las cuales asaron la carne de los cavernícolas caídos en la refriega. Luego de comer aldeanos y perros, se embriagaron los hombres con el brebaje frutal que esa tribu resistente reservaba con celo nada más que para las jornadas sangrientas, a la hora de reparar en el estrago. Más tarde, cayeron en el sueño del veneno y del cansancio. Al alba, todos, hombres y mujeres, portaron sobre yacijas vegetales los cuerpos de los suyos hasta el río, a cuyas aguas los arrojaron, en medio de gritos y otros sonidos elementales que nadie podrá saber jamás si se trataba de exclamaciones de dolor, de llamados a los dioses o de vagos juramentos de venganza. De regreso en la aldea, amontonaron los restos mutilados de sus eternos enemigos, los hombres de las cuevas de la montaña nevada, y allí los dejaron, para que el sol y las alimañas del día dieran cuenta de esa carne en el día, y la luna y las sabandijas de la noche dieran cuenta de esa carne en la noche. El jefe, con gestos más que con palabras, dio una orden. Obedientes y dispuestas, varias ancianas tomaron cestos repletos de la fruta consagrada y se dieron a la tarea de machacar los frutos con palos, en los cóncavos fondos de los rústicos y gastados morteros de piedra. Cuando en el interior de los morteros los frutos devinieron maceración cabal, los hombres jóvenes, al paso de uno en uno ante los morteros y frente a las viejas, abandonando sus cuerpos al ritmo de un par de tambores, lanzaron sendas escupiduras sobre las porciones del mejunje. En unas pocas lunas, las entonces secas vasijas de cuero volverían a llenarse con la imprescindible pócima.

Lentamente, sol a sol, luna a luna, la fragancia de las frutas maceradas fue apagando el hedor, ese pesado olor de la muerte.


Alfredo Arri. Nov 2009

Sólo una vez

Poesías.

Sólo una vez.

Ya verás cuando te llegue el día
en el cual confieses un te quiero
y encuentres en el rostro de la otra
(o del otro)
la mirada irrepetible
del asombro, la sorpresa, la alegría.
Ya verás cuando te llegue el día
en que oigas el te quiero que te asombre
y encuentres en el rostro de la otra
(o del otro)
la mirada indescifrable
de quien ama (o cree que ama)
y dice lo que siente (o cree que siente)
y promete lo que acaso nunca cumpla
y selle con un beso
la promesa (o la mentira) y la mirada.



Alfredo Arri noviembre 2009

o0o

miércoles, 5 de mayo de 2010

Óxido de hierro.

Poesía.

Óxido de hierro.

Hace unos días, ayer o esta mañana
terminó por coparme la parada,
en el hacer,
esa incómoda pasividad que es la desgana.

Hace unos días, ayer o esta mañana
debí notificarme, en cuerpo y alma,
la inapelable sentencia del tiempo,
la inalpelable sentencia de una sola
y premiosa instancia.

He perdido las ganas de pulir los cielos de la mañana
de aserrar las lluvias, de pintar las nubes
de aprisionar el sol para limar sus rayos.

Ya no tengo ganas de atornillar las hojas de los árboles,
ni de quitar tornillos a los pájaros para dejarlos saltar
.......................de rama en rama

No tengo ganas de dar más torque al agua límpida de los bronces,
ni de cortar con tijeras de acero las puntas de las estrellas

No tengo ganas de amolar la luz del día.
ni de llenar de clavos brillantes la negritud de la noche.

He perdido las ganas de sostener el martillo
la cuchara, el pincel, la espátula
y ya no tengo ganas de enlucir nada:
ni el fuego, ni la tierra
................ni nada.

Tendré que acostumbrarme a recibir el cielo en bruto cada mañana
las lluvias como vienen, las formas sin formas de las nubes.
Tendré que aprender a inventariar el tiempo en las goteras
Tendré que exonerar al sol
del duro cepo de la prensa
cada mañana.

Tendré que aceptar (como una ley inexorable)
la herrumbre de las limas.
el cimbreo de la hoja de la sierra,
el novedoso peso del martillo,
y la lenta oxidación de la luz
.............en los días traseros
.......................de cada lluviosa jornada.


Alfredo Arri, marzo 2010

o0o