domingo, 28 de febrero de 2010

Esa hermana muy hermosa.

Relatos.

Esa hermana muy hermosa.


El hombre, cansado, bajó del tren. Era sábado, y la semana había sido agotadora. Aun le faltaba caminar las nueve cuadras hasta su casa. Pero antes, seguidor de sus propias rutinas, decidió ir por la copita de ginebra que todos los días tomaba ni bien bajaba del tren. Era algo así como el sello de clausura de cada jornada. Albañil desde los quince, y pisando ya los sesenta, gozaba de sus retornos a casa como nunca antes. Soñaba con la jubilación. Sabía que de todos modos tendría que hacer algunas changas después de la jubilación, pero no habría de ser lo mismo...

Sus hijos ya habían volado del nido, pero de cuando en cuando la casita que él mismo había levantado en treinta años de paciencia y fatiga se alegraba con el deseado barullo de algún nieto de los muchos que tenía.

Entró en el boliche del turco Jaime, que estaba a dos cuadras de la estación. La copita de ginebra era allí unos centavos menor que en la pizzería de frente a la estación. El pibe que ayudaba al bolichero le sirvió la copita sin preguntar, después de saludarlo. El hombre tomó con sus ásperos dedos la pequeña y panzona copa de vidrio gordo, con el denso y transparente líquido hasta el borde. Con buen pulso, la acercó hacia sus labios y, ni bien logró besarle el borde, con movimientos de cabeza y manos mil veces repetidos, bebió el trago de un solo empujón. Después chasqueó, dejó la copa sobre el mostrador y alzó la mirada hacia el televisor. Las imágenes del terremoto de Chile se sucedían en el canal de noticias. Los demás parroquianos miraban las imágenes, en silencio.

En algún momento, una voz de la televisión dijo que el terremoto había derrumbado un muro de una cárcel y doscientos presos aprovecharon la ayuda de la madre tierra para fugarse sin más. Varios de los parroquianos soltaron sus risotadas ante los comentarios chuscos que la noticia había provocado entre ellos.

El hombre pagó la copa, tomó el bolso que había dejado a sus pies, saludó y se fue.

Minutos más tarde entraba en la casa. Su mujer estaba en la mesa de la salita, con el mate sobre la mesa y el televisor encendido. Chile y su tragedia continuaban en la pantalla. Luego de cambiar las cien mil veces oídas y olvidadas palabras del saludo, ella hizo la pregunta retórica: ¿Viste que desastre lo de Chile? ¡Cómo no verlo!, respondería cualquiera.

Entonces el hombre, mostrando una sonrisa amplia, nacida desde lo más hondo de su humanidad y que acaso fuera la primera de esa clase que practicaba en mucho tiempo, dijo: ¡Sí: Y se escaparon no sé cuántos presos de una cárcel!

La mujer, tras decir que sí, que ella también lo había oído, rió con él, y como él. Un minuto después, ante las imágenes del desastre que el terremoto había producido en las infraestructuras de Chile, y las imágenes de los circunstanciados rostros de los afectados por la calamidad, ambos, ella y él, desarmaron sus sonrisas. Ella alzó un barzo; la mano llevaba un mate. Él lo tomó. Todavía tenía el regusto de la ginebra cuando chupó de la bombilla el mate dulzón.

De alguna manera vaga pero intensa, el hombre se dio a juzgar que si Dios había obrado el terremoto en Chile como un acto de justicia para con los presos de una cárcel olvidada en la periferia del mundo, el precio había sido demasiado alto. El viejo albañil concluyó: Dios es para sus demoliciones tan chapucero como lo ha sido para sus construcciones.


Alfredo Arri (Theodoro)

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jueves, 25 de febrero de 2010

Borges, Cortázar y yo.

Reflexiones insubstanciales.

Borges, Cortázar y yo.

Haberme encontrado con la genialidad de Borges a los cuarenta años de mi edad, y a dos o tres años después de la muerte del poeta, nunca me avergonzó porque tenía la excusa perfecta: Borges había sido toda su vida un reaccionario pertinaz y yo había sido toda la vida un hombre de izquierdas. Uno vive tranquilo con sus explicaciones adquiridas. El prejuicio estaba explicado y de esa forma me daba el lujo de ignorarlo, o de negarlo. Ahora bien: resulta que a los sesenta y tantos de mi edad vengo a descubrir, no sé si la genialidad, pero sí la alta calidad literaria de Cortázar. Y resulta, además, que no me avergüenzo por mi tardío descubrimiento, a pesar de carecer, en este caso, de excusa alguna para no haber leído a Cortázar durante tantos años. Y la razón por la que no me avergüenza esa inexplicable demora, habida cuenta de mi pasión por la literatura, y habida cuenta de que Cortázar era un hombre del palo, para decirlo en forma coloquial, es sencilla: la edad por la que transito ahora es una en la que la humildad y la conciencia de la infinita ignorancia que le es propia a cada individuo y a la vez común a la especie, son bienes recientemente adquiridos. Y el goce de esos bienes me llena de orgullo. Si alcanzo los ochenta o cien años en lucidez, tal vez descubra la alta literatura o el genio de alguien a quien aun no he leído, o que acaso ni siquiera ha escrito aún. Este módico sentimiento placentero tal vez sea una de las formas de la esperanza, o de la fe.

Alfredo Arri.

miércoles, 24 de febrero de 2010

El macho Alpha.

Relatos.

El Macho Alpha.
Un relato de Alfredo Arri.

Está bien; es cierto: Los hermanos estaban en su propia casa y todos los otros éramos extraños en ese sitio. Ésa es una circunstancia conveniente. Y podría ser hasta determinante. Pero no lo era en este caso: Ella, Susana, era la más linda de todas. Y Carlos, su hermano, era el más resuelto de todos. Así que, si durante todo ese día de fiesta Carlos fue el jefe de la circunstanciada pandilla de chicos que se armó; y Susana la reina entre las chicas, ello fue por los propios méritos de ambos y no por la mera circunstancia de hallarse ellos en terreno propio.

Andábamos todo el piberío entre los doce o trece años de la edad. Tal vez había alguno de catorce, seguramente un par de diez. Éramos una barra. Quince a veinte varones y unas diez chicas. Salvo Carlos y Susana, y algún otro par de hermanos entre los invitados, no éramos parientes entre ninguno de nosotros. Yo había sido llevado hasta ese lugar por unos tíos con quienes había estado viviendo durante un mes.

Sucedió que la epidemia de polio había hecho estragos en Buenos Aires; la peste había tocado a un primo mío que vivía en la misma casa que yo. Así que mis padres decidieron que mi hermana y yo pasáramos un tiempo lejos del inquilinato donde nosotros, mi primo afectado y otros chicos vivíamos. A mí me tocó quedarme en casa de mi tío Felipe, quien tenía un aserradero en La Matanza; o en las afueras de La Matanza, que por aquellos años era casi campo.

Ese mes en la casa de los tíos lo pasé bien, pero la verdad es que me aburría. Yo tenía una edad en la que los amigos de la escuela o de la calle eran una parte muy importante de mi vida y esa ausencia la sentía. Mis primos, por otra parte, eran mayores que yo y nunca estaban en la casa. Así que cuando el tío Felipe me dijo que habíamos de pasar el 9 de Julio en la carpintería de uno de sus clientes, donde habría un gran asado, me alegré. Eso, al menos, rompía la rutina.

En los asados del 9 de Julio, en aquellos años de antes del 55, era común que en las fábricas se reunieran los patrones y sus obreros, con sus familias. Los festejos por la Independencia nacional eran una excelente excusa para la confraternidad entre clases. ¡Cosas de la época! Como fuere, ese 9 de Julio partimos muy temprano, casi al amanecer, en el camión del tío Felipe, hacia una fábrica de muebles de uno de sus clientes. No viajamos mucho tiempo. Creo que ese galpón poblado de sierras y tornos, invadido por un fuerte olor a maderas y barnices estaba también en el Sur, aunque no recuerdo dónde.

Sí recuerdo que el galpón y la casa de su propietario (los padres de Carlos y Susana) ocupaban uno de los diez o quince lotes que tenían alguna edificación en esa manzana. Los demás eran terrenos baldíos, la mayoría sin alambrar. Había para potrear por donde uno quisiera, como habría dicho una abuela.

Cuando llegamos ya había unos cuantos obreros de la fábrica, con sus familias. El arribo de otros fue constante durante las primeras horas de la mañana y al poco rato había como cien personas.

En el galpón, entre las máquinas y los pilones de tablones, se había armado una mesa larga con caballetes y tablas. De punta a punta, la larga mesa estaba cubierta con papeles blancos de panadería, a la manera de manteles. Sobre esa humilde mantelería, una ordenada fila de platos y vasos esperaba la hora de la comida y del aplauso a los asadores. La madre de Carlos y Susana debía ser una ama de casa que se permitía ciertos lujos: La mesa abundaba en vasos altos con flores, lo que para el invierno pleno era un poco extravagante. Entre los floreros, esperaban también las canastas de mimbre con el pan. Un pan de fonda grande, dorado, bien choricero, cuya vista me despertaba las ganas de tomar uno. Pero no me atreví.

Al aire libre, más precisamente en los terrenos del baldío de al lado, habían sido montadas unas parrillas descomunales, cerca de las cuales, al momento que llegamos con el tío Felipe, ya había unos hombres preparando el fuego. Generosas bolsas de viruta estaban a la mano de los hombres quienes a dos manos echaban sobre un fuego a esa hora ya vigoroso. Centenares de tacos de madera noble habían sido apilados con destino de hoguera. Ese asado patriótico había de ser, pues, a pura leña.

Ni bien entramos en la casa, el tío Felipe fue en busca de su cliente y anfitrión. El dueño de casa estaba al lado de una mesa que se había colocado cerca del fuego y sobre la cual esperaban toneladas de asado y centenares de chorizos. El hombre estaba de pie, junto a esa mesa llena de carne, prodigando sonrisas. Hombre alto y bien parecido, mostraba un talante que hoy evoco, digamos, como propio de un marchant a la puerta de su galería el día de la inauguraicón de una muestra importante. Mi tío me llevó hasta donde estaban el hombre, las costillas de vaca y los chorizos, y me presentó a su cliente.

-Alfredito, el hijo de mi hermano Emilio. Lo tengo de inquilino en casa.

-Ah...! ¿Este es el pibe que...?

-Ahá.

-Sos pintón como tu tío, pibe; tenés la famosa sonrisa gardeliana de él... Tu viejo debe ser igual. Andá, andá a jugar nomás. Mirá todo el lugar que hay para jugar al fútbol. Te gusta el fútbol, ¿no? ¿De qué cuadro sos?

-De Vélez, señor.

-¡Ja! ¡Ja!. ¡De Vélez! ¡Como Felipe! Seguro que tu tío te hizo de Vélez. Hay que ser de Boca o de Ríver, che... De Vélez... pero ¡qué cosa!..

Dejé a mi tío Felipe con el dueño de la carne y los chorizos. Sus comentarios no me habían molestado. Ya estaba acostumbrado. A pesar de mi corta edad de entonces, ya había aprendido una de las verdades de la vida: el mundo está lleno de personas incapaces de entender que alguien podía no ser de Boca, o de Ríver.

Mi tía ya se había sumado a un grupo de mujeres. Fui hacia donde ella, echándole de nuevo una mirada a las bandejas del pan. El humo había ganado buena parte del espacio interior del galpón y el clima de asado se enriquecía poco a poco.

Al principio, los chicos no nos separábamos de los padres, en mi caso de mis tíos. Nos echábamos miradas a distancia pero no nos resolvíamos a tomar iniciativas. Al rato, cuando los mayores comenzaron a decir: Andá, andá a jugar. Mirá: aquél está solo, arrimate, nos fuimos animando y comenzamos a acercarnos. Tímidamente, claro.

De pronto apareció Carlos. Era patente que acaba de levantarse de la cama. Eso ya era un signo: el tipo tenía un revuelo en la casa, seguramente desde las primeras horas del día, y sin embargo había dormido como un tronco hasta las diez. Era un signo. ¿O no?

Pasó decidido por entre las personas que, en grupos de cuatro o cinco, esperaban la hora de sentarse a la mesa. Saludaba a algunos, así, al paso y nada más que con ademanes. Con idéntica desgana tomó un panazo de una de las bandejas que estaban sobre la larga mesa: le arrancó un pedazo de un mordisco y se puso a masticar. Lo hacía con los modos de un portuario a quien le han dado diez minutos para comer. Estaba despeinado; para aquella época, tal descuido era menos una muestra de rebeldía que una de picardía. De tez aceitunada, era rubión y un mechón color amarillo pajizo le caía sobre la frente. Tenía ojos claros, tal vez de color gris. Era alto, y bien formado. No sé si era mucho mayor que yo. Tal vez un año, no creo que más. Al llegar a mi lado, se detuvo y después de arrancar otro pedazo al pan de una dentellada, dijo, con la boca llena:

-¿Cómo te llamás?

-Alfredo.

-Yo, Carlos, vení, seguíme.

Así, grupo tras grupo, como un ovejero con el rebaño que que debe regresar a las casas, en poco tiempo reunió una banda que terminamos por agruparnos en el baldío de al lado, más allá de las parrillas. Hacía frío, pero el sol era radiante, como corresponde a un digno Día de la Independencia; sol radiante que en aquellos años, como es fama, era digno, además, de un día peronista.

Rápidamente armamos dos equipos para el fútbol. Carlos, y otro que él mismo hubo designado, ejecutaron el pan y queso para elegir. Ganó Carlos y al primero que eligió fue a mí. Yo me puse a su lado de inmediato y recién ahí me preguntó:

-¿De que jugás?

-De siete.

-¿De siete? O sea que de meter goles, vos, nada. ¿Sabés cabecear?

-Y...

-Ta bien. -Entonces gritó:

-Alfredo va de siete. ¿Hay alguno que juegue de nueve?

-¡Yo! -gritó un gordito cuya cara redonda era capaz de armar una risa contagiosa en segundos. Precisamente con esa risa había lanzado su ¡Yo! ¿Quién se le podía negar? Carlos se rió:

-Gordo, espero que metas goles con las patas, porque con la cabeza... como no te venga la pelota... ¿Cómo te llamás?

-Carlos.

-Carlos qué.

-Carlos..

-No sirve: Carlos soy yo. A vos te vamos a llamar Troilo, ¿Tá?

Carlos el gordito lanzó una risotada de ésas y al punto con las dos manos fintaba la figura de un bandoneón. Poniendo cara de Troilo, lanzó un increíble:

-Chan chan.

La risotada general me transparentaba que ésa había de ser una jornada de felicidad. Módica felicidad de chiquillada de barrio, pero felicidad al fin.



Con los años, cuando uno mete para siempre en la cabeza conceptos que lee o escucha, incorporé el del macho Alpha. Recuerdo que cuando me topé por vez primera con esa noción, inmediatamente me vino a la mente el recuerdo de Carlos. Entonces me resultó evidente que él, en aquel día que ahora relato, había asumido de por sí ese papel, y que todos los otros lo habíamos aceptado sin cuestionamiento alguno. Aquella improvisada barra había sido como una manada de felinos, o de monos. Cachorros, pero fieras de todos modos. Y Carlos fue en ella, sin duda, el macho Alpha. Desde el primer momento dirigió todo, mandó todo, organizó todo, dispuso todo. Y todos nosotros obedecimos todo. Había sido así de sencillo. Y Carlos no nos defraudó. Como cabecilla, supo hacerse ganar el respeto de todos.

Susana, por su parte, había de cumplir con las chicas un papel equivalente al de su hermano, pero con los modos de las chicas. Era ella quien llevaba la voz cantante entre ellas. De todos modos, chicos y chicas nos mantuvimos separados la mayor parte del tiempo. Lo nuestro era el fútbol, la guerra, las transmisiones de turismo carretera, Tarzán, la búsqueda del tesoro, los piratas; en fin, todos aquellos juegos que en esa época eran corrientes entre los varones de nuestra edad. Lo de ellas, en cambio, era lo de ellas. Que no sabíamos qué, pero que era diferente. Más aunadas, más silenciosas. En fin, cosas de chicas...

A pesar de esta circunstancia, chicos y chicas nos cruzábamos a veces. A la hora de comer, o cuando íbamos hasta la casa a tomar agua de la bomba, o cuando íbamos al baño. En cada una de las ocasiones en que me crucé con Susana nos prodigamos miradas que eran, ¿cómo lo diré?... sostenidas. Eso es: sostenidas. Creo, como creía entonces, que tal actitud firme era en ella lo habitual porque sus ojos, claros como los de su hermano, tenían esa mirada de las bellas que... En mi caso no era lo corriente; a mí normalmente me costaba sostener la mirada, sobre todo con las chicas. Pero no me sucedía lo propio con Susana. Si ella me miraba con una mirada firme, yo la miraba a los ojos con otra más firme todavía. No nos cruzamos muchas palabras, pero sí miradas. Y las mías no estaban dirigidas solamente a los ojos de ella. No, claro que no. Las mías iban a toda ella; y ella, como toda chica, como toda mujer, lo advertía. Era bonita de pies a cabeza. Rubiona de tez cetrina y ojos claros igual que Carlos. Alta, delgada y bien formada. Me gustaban sus piernas que eran largas y estaban cubiertas por un vello de color cobre, sutil, sutilísimo, que sólo los rayos del sol permitían advertir. Y no podía evitar de mirar hacia sus pequeños pechos, notoriamente duros, atrevidamente marcados en un conjunto de punto, de color rosa, que era la moda entonces. Sí, Susana me atraía. ¡Claro que me atraía! Tal vez por eso sostenia mi mirada de una forma desacostumbrada para mí. Quería que lo supiera. Y como no podía decírselo con palabras (o no me hubiese animado a decírselo con palabras) tenía que decírselo con la mirada.

Lo cierto fue que a las horas de la tarde, desde los terrenos en que los chicos vencíamos a los alemanes y a los japoneses a pura granada y trinchera por trinchera, yo echaba de vez en vez una mirada hacia donde estaban las chicas, nada más que para ver la silueta de Susana. Llegué a fantasear que la besaba. El beso ya era experiencia para mí. Con Mirta, una vecina del barrio, nos habíamos besado dos o tres veces en las nochecitas de Villa del Parque. Y otras dos o tres veces, en el Gran Bijou o en el Sol de Mayo, yo había logrado meter mano entre sus ropas. En otras palabras, aquel 9 de Julio, ante la vista de Susana, me sentía... ¡fogueado!.

Sí, claro que sí; me río ahora al recordarlo y hasta podría decir que me sonrojo al escribirlo...

Las tardes del invierno cicatean esa dulce morosidad de sol y el anochecer suele ser precoz. Ya por la declinación del sol, ya porque el cansancio nos ganaba, los juegos comenzaron a ganar en quietud. Poco a poco nos fuimos arrimando a la casa. En el galpón, no parecía que nadie fuera a marcharse. Grupos de hombres jugaban cartas; y rondas de sillas ocupadas por mujeres molían la alegre conversación mujeril. Había risas en todos, hombres y mujeres. El tío Felipe y la tía Julia estaban radiantes. Sus propios hijos, mis primos, quienes eran mayores que yo, no habían querido ir a ese asado. Ya empezaban a tener sus vidas, Ambos noviaban. De modo que los tíos parecían estar disfrutando esa tarde de una recuperada intimidad. Reían a sus anchas y la tía Julia, en cada oportunidad en que yo me había acercado a la casa me preguntaba cómo estaba. Yo le respondía que bien y todos seguíamos con lo de cada quien. Estaban felices ellos también.

Hubo un momento de ese atardecer en que nos encontrábamos todos los de la barra reunidos en la calle, donde estaban estacionadon los camiones. Había varios, pero cerca de la puerta de la casa estaban el del padre de Carlos y Susana, que era uno de caja playa y el del tio Felipe que tenía la caja con altas barandas y techada con lona. Las chicas estaban reunidas adentro de la caja del camión de mi tío. Entonces sucedió lo impensable. Algo que ni en mi más estúpida fantasía me habría atrevido a imaginar. En un momento, Carlos, quien había subido al camión un rato antes, saltó desde la caja al piso. Se dirigió hacia donde nos encontrábamos y ordenó que nos pusiésemos en corro, a la manera de los jugadores de rugby. Entonces, con la voz más baja que pudo improvisar (lo que para él era notoriamente un esfuerzo) dijo, así como lo escribo ahora:

-Las chicas están de acuerdo: vamos a coger.

Yo (y hoy puedo jurar que los otros tampoco) no entendía nada. Mejor dicho, había entendido; habíamos entendido, pero no podíamos creer lo que acabábamos de escuchar. ¿Coger? ¿Este tipo sabe lo que está diciendo?. Tan habrá sido así que en esa ocasión Troilo no fue capaz de armar su famosa sonrisa. Yo miré a todos, uno por uno, a la cara, como buscando una explicación que evidentemente nadie tenía. Un par de pibes dijeron casi a coro: ¡Chau, yo me voy!, y al punto se dieron la vuelta para retirarse a la casa. Carlos los paró en seco y con el índice en el aire, blandiéndolo entre las narices de ambos, les dijo:

-Ojito, eh. Ni una palabra a nadie. El que cuenta algo de esto lo cago a trompadas, ¿ta?

-Está bien. -dijeron los prevenidos tras lo cual se marcharon. Un tercero llamó a su hermana por el nombre, que se encontraba en el camión y le ordenó que se bajara. La chica bajó de inmediato y se fue, junto con el hermano y los otros dos, hacia el interior de la casa.

Carlos volvió a juntar el corro y dijo:

-Somos más pibes que pibas, así que vamos a hacer así: ellas eligen, una por vez. Los que quedan sin elegir, se rajan. Y... no hace falta que lo diga, ¡ni una palabra a nadie! Al que dice algo de esto le rompo la cara a trompadas. Los demás, nos vamos cada uno a...

Carlos siguió dando instrucciones. Designó los sitios donde iría cada quien. Él se reservó la caja del camión de mi tío Felipe. A dos, les asignó las dos cabinas. A los otros, sendos sitios. A mi me tocó detrás de una pila de ladrillos que se alzaba en un terreno de enfrente donde había una casa a medio construir.

¡Yo escuchaba cada una de esas instrucciones y no lo podía creer! En dos o tres oportunidades lancé la mirada hacia el camión, donde estaban las chicas. Ellas estaban juntas, asomadas sobre la puerta de la caja. Pude ver el semblante de cada una de ellas, los cuchicheos, las miradas inquiertas de todas, las miradas temerosas de algunas; todo ello me daba la pauta de que la cosa iba en serio. Más aún, tuve el convencimiento de que la idea había partido de ellas. Por mis adentros me repetía: ¿Coger? ¿Cómo que coger? ¡esto no puede ser! Sin embargo, poco a poco acomodé mis pensamientos. Recordé que una de mis debilidades era tomar todo en el sentido literal. Un poco lentamente, acabé por interpretar que Carlos había elegido esa palabra porque era su forma de hablar; pero lo que había querido decir era que íbamos a... franelear, por decirlo de una. Era lo común a nuestra edad. Eran, para decirlo con lenguaje de hoy, nuestras pretensiones de máxima; era lo que chicas y chicos esperábamos de ese tipo de encuentros. Estaba claro. Así que poco a poco fui saliendo de esa suerte de estado de shock que el anuncio de Carlos me había producido. Me fui tranquilizando; pero por otro lado nacía, creciente, otro tipo de inquietud: ¿Y si no era elegido? ¿Y si la que me elegía no me despertaba nada?

Mientras seguía metido en estos pensamientos Carlos, el macho Alpha, seguía con sus instrucciones. En realidad, las repetía. Y lo que más repetía era la advertencia: al que diga algo lo cago a trompadas. Finalmente terminó su cháchara con esta noticia:

-La Carmen es para mí.

Después de decir eso, trepó de nuevo al camión. Se perdió en la oscuridad de la caja, llevando consigo a las chicas. Al cabo de un momento apareció al borde de la puerta de la caja. Quedó ahí parado, mirándonos como el que te dije mirando a sus descamisados desde el balcón de la Rosada. Luego tomó el brazo de una morenita de trenzas, bajita, que llevaba un gracioso vestido rosa con dibujos blancos.

-Troilo -dijo Carlos; tras lo cual hizo un gesto que no podía significar otra cosa que ésta: la negrita es para vos.

El Carlos de la risa contagiosa estaba a mi lado. Me aturdió cuando lanzó su grito de alegría. Su sonrisa habitual le anudaba ambas orejas y tan rápido como se lo permitía su humanidad se acercó al camión para tomar la mano de la morenita que bajaba. Carlos, el macho Alpha, volvió a contagiarse de la sonrisa de Carlos, el centrofoward, y a éste le dijo:

-Te lo merecés, Troilo, por los cuatro goles que metiste.

-¡Cinco! -rectificaron a coro dos de los pibes, mientras el Carlos Troilo se iba con la morenita hacia la cabina del camión playero.

Se siguió con la asignación. Una a una se formaron varias parejas. Finalmente, Carlos apareció con Susana y sin decir palabra, nada más que con gestos, me dio a entender que Susana... ¡me había elegido a mí! Mi corazón no cabía en el pecho. Latía como nunca antes lo había percibido. Susana, allí parada, al lado de su hermano, mostraba en el rostro una serenidad extraña, dulcemente extraña. Ella comenzó a bajar. Desde abajo, la vista de sus piernas me exaltó aún más. Sentí deseos de pellizcarme para ver si se trataba de un sueño. Me acerqué para ayudarla a poner pie sobre la tierra. Carlos se volvió para dirigir la mirada hacia el interior del camión y, dirigiendose a una Carmen seguramente agazapada entre las arpilleras del camión del tío, dijo: Esperáme, ya vengo; tras lo cual bajó después de Susana.

Yo la tomé de la mano y comenzamos a caminar hacia el cruce de la calle. Pero en ese momento Carlos dijo.

-Vení, Alfredo, que tengo que decirte una cosa.

Yo me acerqué hasta él, quien se había colocado en la vereda, cerca de la puerta de la casa. No tenía la menor idea de qué cosa había de decirme. Pero él era el jefe y yo no podía desentenderme de la orden. Solté la mano de Susana, cuya mirada era más prometedora que la bola rodando en la ruleta y di los cuatro o cinco pasos que me separaban de Carlos. Cuando estuve a su lado, él se inclinó, con los modos de quien anuncia que está por decir algo que no quiere que otros oigan. Cuando su boca estuvo a un palmo de mis narices, me dijo, así nada más:

-Le tocás un pelo a mi hermana y te rompo el culo a patadas. ¿Entendiste?

Respondí. Respondí algo que debió de ser un murmullo. Estaba atónito: El caudillo, el guía, el jefe, el que se había ganado el respeto durante toda una jornada de repente rompía las reglas. ¡Y justo a mí!

-¿Entendiste? -repitió, pero esta vez en un tono decididamente amenazador.

-Sí. -repetí a mi vez, esta vez con más firmeza en la voz.

-Ta bien. -dijo, y al punto me regaló un sopapo. Uno benigno, entre cariñoso y malévolo, pero sin duda humillador. Luego trepó al camión y se perdió en la oscuridad del interior de la caja.

Atónito aún, tomé la mano de Susana. En silencio cruzamos la calle y en silencio nos dirigimos hacia la casa en construcción. Mi corazón latía con más fuerza que antes. Mientras en mi pecho sentía los golpes del corazón, en las yemas de mis dedos; en la palma de la mano, sentía la cálida piel de Susana. Caminábamos sin decirnos palabras. A cada paso, miraba de costado sus pequeños pechos que parecían querer reventar el conjunto de punto. El recuerdo de los momentos pasados con Mirta, encarecido a la vista de los dones de Susana, me provocaba la imaginación de dulcísimas caricias. Me llegaron, incitadoras, las primeras fragancias de su aroma. Mi corazón latía con más y más prontitud. También me resonaban en la cabeza las palabras amenazadoras de Carlos...

Por fin llegamos al pilón de ladrillos. La luz del alumbrado público de la calle del fondo nos llegaba como una tenue fosforescencia. Como si la industria de los hombres y el pogreso nos hubiesen compuesto una luz de luna para aquella noche sin luna.

Antes de rodear la pila de ladrillos, me di media vuelta para mirar hacia la casa, hacia el camión del tío Felipe. Luego volví el rostro hacia Susana:

-Vení, seguíme. -le dije.

Cuando finalmente rodeamos el pilón, Susana se decidió a hablar. Algo de descaro habría en mi rostro porque ella, mirándome con sus ojos claros que en ese instante transparentaban vacilación, perplejidad, me pregunto:

-¡Qué! ¿Por qué esa sonrisa?



Alfredo Arri.

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martes, 16 de febrero de 2010

La escritura es una forma de instrospección.

Citas.

Isabel Allende. Uno de los porqué de escribir.

La escritura es una larga introspección, es un viaje hacia las cavernas más oscuras de la conciencia, una lenta meditación. Escribo a tientas en el silencio y por el camino descubro partículas de verdad, pequeños cristales que caben en la palma de una mano y justifican mi paso por este mundo.

Isabel Alende. Paula.

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sábado, 6 de febrero de 2010

Caricia.

Relatos.

Caricia.

Un relato de Alfredo Arri.

En marzo enterramos al tío de la Negra, el último de los tíos maternos que le quedaba. Era el menor de diez y habían venido de Italia todos juntos, en el 24, en el Principessa Maffalda, ese buque que se hundió frente a Río de Janeiro en el 27.

El tío Sandro tenía, cuando llegaron a Buenos Aires, unos seis o siete años y, como dije, era el menor de todos los hermanos. A los trece, los viejos lo metieron de aprendiz en una panadería y salió de la misma panadería jubilado como maestro panadero, a los sesenta y seis. Y cuando escribo aquí la misma panadería, es porque es la misma panadería. Pasaban los propietarios pero los peones de cuadra quedaban. Iban con el inventario. Y él quedó. Siempre. Toda la vida. Desde los trece a los sesenta y seis.

Después de jubilarse siguió unos años más en la misma panadería, trabajando en negro. Entraba a las diez, once de la noche, y regresaba a la casa a las siete y media de la mañana. Todos los días menos los domingos. El domingo a la mañana salía de la cuadra y regresaba el lunes a las diez de la noche. Así toda la vida. ¿La diversión? En su juventud, los domingos de fútbol con los hermanos. El conocido ritual de seguir a su equipo a todos lados. Y a la vejez, la partida de naipes con amigos en el club de los jubilados. Sé, también, que había hechos dos viajes de vacaciones con compañeros del sindicato; una vez a Córdoba; otra vez a Mar del Plata. Como te podés imaginar, nunca tuvo una novia. Si alguna vez pagó una puta, no lo sé. Pero novia, lo que se dice novia, no tuvo una jamás.

Medio la vida que llevaba, medio cierta cortedad de trato, nunca conoció mujer. Poco antes de su muerte me vengo a enterar que en su juventud había estado enamorado de una vecina, y que nunca se animó a decírselo. ¿Y vos sómo lo sabés?, le pregunté a la hija de la mujer de quien supuestamente el tío Alessandro había estado enamorado. Porque a mamá le había llegado el chisme a través de la novia de uno sus hermanos, me dijo. ¡Ah!, chismes. Chismes de barrio. Pero puede ser. Pudo haber ocurrido que se enamoró alguna vez; de esa mujer o de cualquiera otra, pero nunca lo sabremos ya.

Como dije, el tío de la Negra era algo corto de carácter. No le gustaban los chistes verdes y aun de viejo se ponía colorado cuando oía alguno de tono sexual. Se reía, sí; pero para adentro y poniéndose colorado. Cuando tiré sus cosas, una semana después de su muerte, entre ellas encontré sólo dos libros: un Evangelio en edición de bolsillo que seguramente le habían regalado alguna de sus hermanas, beatas de pura cepa; y una edición en rústica y versión resumida, muy amarillenta, de Los Tres Mosqueteros. Nada más. Ésa fue su vida. ¡Ah!, también encontré un sobretodo que hacía años que no usaba y los trescientos sesenta pesos de la última pensión de cuando todavía andaba bien. Ésa fue toda su herencia.

En sus años jóvenes era de mal vino, y más de una vez supo mostrar su vena agresiva encendida por el alcohol. Pero sólo de palabra. Nunca descarriló. Las hermanas le pegaban un par de gritos, lo mandaban a dormir la mona y ahí acababa todo.

Solterón y viejo, en sus últimos años se inventó como necesidad una serie de pequeños ritos que cumplía con una devoción casi religios. Cuando murió su última hermana cayó en una especie de desesperación senil que tuvimos que afrontar la Negra y yo. ¡Y, sí! ¿Quién si no? ¿Los otros sobrinos? ¿No dije que dejó en herencia la última pensión y un sobretodo? Sí, lo dije. Bueno, ahora agrego un detalle revelador: el sobretodo estuvo dos días en la calle. Ni los cartoneros se lo quisieron llevar de tan deteriorado que estaba. Pobre como una rata vivió… y pobre como una rata murió. Los demás sobrinos se borraon todos, ésa es la pura verdad.

Así que, ayudarlo a sostener esos ritos cotidianos fue una especie de carga extra que el destino nos dió a la Negra y a mí por hacernos cargo del tío. Que los lunes, tal plato; que los martes, tal otro… Que los jueves la quiniela. Rutinas.

Los sábados eran de pizza. Cuento una: todos los sábados, a las siete y media de la tarde, o la Negra o yo llamábamos a la pizzería para hacer el pedido. Sí, siete y media, cuando el pizzero recién se levantaba de la siesta y todavía ni había prendido el horno. Y que se la trajeran a las ocho, ¡por que si no…! A los meses, llamábamos a la pizzería y el tipo, del otro lado, ni nos dejaba hablar. Sí, a las ocho en punto, una grande de muzzarela, tal dirección, para el abuelo. Rutinas enfermizas.

Así estuvimos un año o más. Finalmente el tío cayó en la decumbencia. Entonces sí, me tuve que hacer cargo yo, porque la Negra… ya había enterrado a demasiadas tías en su vida y éste era varón, y maniático. Y pesado. Darlo vuelta para cambiarle los pañales era todo un trabajo. Para colmo, el pobre que no embocaba movimiento para facilitar la tarea. Había que tener fuerza. Y estómago, porque me pasé meses lavando dos veces al día las sábanas, y a mano. Ni loco iba a meter en el lavarropas de la Negra tanta mierda. Y las remeras también las tenía que lavar a mano, porque por más pañales que le pusiera…

Cuando la Negra y yo vimos que entraba en la etapa final llamamos a la obra social de los jubilados. No me lo querían internar. Señor: el abuelo se está muriendo; es mejor que muera en su casa, rodeado de los suyos.. No tiene a nadie, doctor; es mi tío político y no tiene a nadie. La Obra Social no está para eso, señor.

Para una segunda oportunidad me guié por consejos de quienes ya habían pasado por algo parecido y cuando el médico, después de revisarlo se sentó a escribir una nueva receta de esas pastillas de placebos que recetan para darle de comer a poderosas multinacionales, le dije: ¿Está escribiendo la orden de internación, doctor?. No, señor: el abuelo no tiene nada, se está muriendo nada más; nosotros no podemos hacer nada. Entonces aguardeme un segundo que voy a llamar a la policía. Quiero hacer una denuncia. Vaya dejándome número de matrícula y todo eso… Está bien; yo se lo interno; pero le van a meter un suero y en un par de días se lo devuelven. Eso usted lo sabe.

Así dos veces o tres veces. Finalmente murió.

Lo vivido con el tío Alessandro en sus últimos meses me dejó dos experiencias que no dudo en calificar de extraordinarias. La primera surgió a raíz de tener que afeitarlo, dos veces a la semana. Afeitar una cara ajena para quien no es barbero es toda una historia. Sobre todo un rostro lleno de pliegues y arrugas. Era tarea difícil. Pero al poco tiempo me hice práctico y sobrellevaba ese trance con alguna facilidad. Lo extraordinario era la ansiedad con que el tío Sandro esperaba ese momento de la afeitada. Se le iluminaban los ojos como a un chico que está por recibir un juguete. No disimulaba la alegría. Aunque ya entonces le costaba coordinar los movimientos, se esforzaba por hacer las muecas que uno hace frente al espejo al afeitarse, como queriendo facilitar la tarea. Y después de quitarle los restos de la crema de afeitar con una toalla, yo me tiraba perfume en las dos manos y luego le pasaba las manos por el rostro recién afeitado, para que el alcohol diera en las pequeñas heridas que inevitablemente le producía. Y entonces un día me dí cuenta que esa maniobra era para él como una caricia. Y una noche, mientras cenaba, así, de golpe, comprendí que esas caricias bien podían ser las únicas que había recibido en toda su vida. Y en mi recuerdo está hoy, devenida caricia amorosa, levemente sensual, lo que no era más que una maniobra higiénica. No sé muy bien por qué, pero me siento feliz de haber hecho tal cosa.

Y la segunda experiencia extraordinaria fue oirlo balbucear en sus últimas horas de vida. Una nochecita caí por el hospital cuando ya estaba muy mal y le hice las preguntas formales de rigor. Nada. Hablaba, pero ya no era a mí a quien hablaba; ni siquiera me reconocía. De su boca no salían otras palabras que las de su dialecto friulán, al punto que con sus manos al aire quería señalar andá a saber qué cosas. ¿Y qué tenía de extraordinario eso?, se preguntará mi benévolo lector. Lo extraordinario era que el tío Alessandro nunca hablaba en friulán. Ni siquiera lo entendía cuando lo hablaban sus hermanas. Nunca. Y compartí con ellos cuarenta años; sé lo que digo. Nunca lo habló; no lo sabía; lo había olvidado. Lo había olvidadado hasta esa noche, la última de su vida.

El que esa noche hablaba por la boca del tío Alessandro era un chico de cinco o seis años, que acaso estaba mirando con asombro las montañas de Udine, lejos, muy lejos de una miserable cama de un miserable hospital en el culo del mundo.

Cuando abandoné la habitación esa noche le di unos pesos al enfermero. Tomá, Angelito -le dije-, ni bien el tío se entregue, llamame por teléfono. No te calentés por la hora.


Alfredo Arri.

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Jueves. Un relato breve.

Relatos breves.

Jueves.
Un relato breve de Alfredo Arri.


El hombre y la recepcionista cruzan miradas cargadas de significados imprecisos.

La chica es una bella que asiste en la administración de citas, objetos y dineros a algún médico en ese consultorio; tal vez a más de uno. El hombre está ahí de paso. Ni siquiera es paciente. Un trámite menor, un mero recado de alguien, lo llevó a ese sitio y, ni bien entró en la recepción, la secretaria atrajo su mirada. Es joven, claro, y bella. Alta, morocha, de pelo ensortijado y labios diseñados para el beso. Tal como le gustan al hombre; o como solían gustarle, porque ahora ya es un hombre mayor y su vida esta hecha. Deshecha y rehecha en realidad.

Ella lo mira también. Él piensa: un traje y una corbata siempre son atuendos favorecedores para la seducción. Es eso, lo que parezco, no lo que soy, piensa él. Tal vez crea que soy un profesional, un político, un asesor financiero. O acaso simplemente cree que soy otro médico que viene de visita al colega. Tal vez esté caliente con un médico que no le da bola y ahora me mira a mí. La puta madre, loco, qué buena que está.

Hay el anuncio de una espera necesaria. El hombre se deja caer en uno de los sillones y toma de una mesita una revista de actualidades, de ésas que muestran fotos de los famosos y las famosas. Hojea, no lee. Mira las imágenes de las hermosas mujeres que llenan las páginas de esa revista rosa. De cuando en cuando echa la mirada sobre el mostrador de la recepción: ve que ella lo mira. La mirada está cargada de significados. Ya no hay ambigüedad. Él se pone de pie, dispuesto a dirigirse hacia el mostrador. Algo se me ocurrirá, se dice. En ese instante se abre una de las muchas puertas que rodean ese amplio salón y una voz lanza el nombre:

-Cattaneo…?

El hombre va hacia la puerta que se acaba de abrir. Enmarcado en ella, un médico joven lo espera. Cattaneo se le pone al lado. Se dan la mano.

-¿Doctor Bonifanti?

-Sí, mucho gusto, pase por favor.

Ni bien el hombre ingresa en el consultorio, el médico cierra la puerta. Conversan durante pocos minutos, de pie, sin alejarse, ni el médico ni su visitante, demasiado de la puerta. El hombre le entrega un sobre; luego se despiden, con otro apretón de manos y las circunstanciadas palabras. La puerta vuelve a abrirse y el hombre se encuentra otra vez en el amplio salón de la recepción.

Instintivamente, mira hacia el mostrador. Una rubita bajita, con cara de consumidora de culebrones y galletas dulces, ocupa el lugar donde, minutos antes, dominaba el espacio la imagen de la chica bella, alta, de pelo negro enrulado y labios de invitacivón al beso. El hombre va hacia la rubita. Está perplejo, pero a la vez está resuelto.

-Hola…

-Buenas tardes, señor.

-Digame, señorita… una preguntita…: la chica alta, de pelo negro…

-¿Ana María? No. Ella no está. Ella es la secretaria del doctor Palmieri y viene los lunes, miércoles y viernes. Hoy es jueves, y el único que atiende es el doctor Bonifanti. Además, Ana María está de vacaciones. Hace como diez días que está en Brasil.

Al salir, el hombre mira hacia la mesa baja que está al lado del sillón. La revista de actualidades aún está ahí.


Alfredo Arri (Theodoro)

lunes, 1 de febrero de 2010

Licencias de personalidad..


Reflexiones insubstanciales.

Licencias de personalidad
Reflexiones inmaduras de un madurito en red.

A “Gloria”

Hoy he recibido carta de una vieja amiga de estos pagos cibernéticos. No son estas líneas que siguen, ni mucho menos, respuesta a esa carta. Tal misiva es privada, y privada debería ser la respuesta. Debería digo, porque me está vedado responderla por ahora. Pero esa carta, afectuosa, escrita desde el corazón, me produjo sensaciones variadas que quiero ahora exponer aquí.

Sensaciones variadas dije. Por ejempo alegría, a causa un grato reencuentro virtual; o amistad, por la confianza en contarme alguna que otra cosa de su familiaridad; y también una pizca de presunción (vanidosa), por las cosas agradables que ella decía de mí en su carta; y, finalmente, la necesidad de echar al viento algunas reflexiones surgidas después de su lectura. Reflexiones acerca de algo que ya tenía por superado pero que, al parecer, no es así. O, al menos, algo sobre lo que siempre se puede dar una vuelta de tuerca más.

El tema es así: Ella me dice en su carta que se acuerda de mí por dos cosas: por mi intervención activa en la red, o sea por mis palabras; y, la segunda, por la imagen que en aquel momento presenté de mí.

Dejemos de lado mis palabras. Ellas no han variado nunca. Las que fueron por aquellos clubes foreros han sido y son en ésta, mi casa bloguera. Como buen madurito que soy, las modificaciones de ideas, conceptos, creencias, preferencias no son de aceptación nada fácil. Uno tiene su cosmovisión más o menos estructurada y ya. Y en ese sentido, siempre obré en estos pagos cibernéticos fiel a esa cosmovisión.

Pero otra cosa es la imagen, el aspecto. Uno, en su etapa vacilante de cibernauta principiante, pone un avatar cualquiera. La elección de la imagen parece inocente, pero tal vez no lo sea tanto.

Desde el principio vale la aclaración: mi caso no ha sido el del camionero físicamente baldado que se hace pasar por Brad Pitt o… por Lulú. No. Nada de eso. Siempre fui llano con los datos de mi género, edad, estado civil, preferencia sexual, domicilio o localidad. Al principio eludí el nombre verdadero, pero eso duró apenas unas semanas. Así que nada de mi filiación personal fue alterada para ser presentada en la red. Siempre de frente march, como decimos por aquí.

Salvo el avatar, cuyo uso prolongué por dos años o más. Al principio me resultaba más correcto - cibernéticamente correcto- mostrarme con una imagen que tenía por más apropiada para la red que que la propia imagen.

Esta amiga de la carta me conoció con aquél avatar y no con la fotografía de mi rostro que hoy luzco (perdón por el verbo), tanto en mis blogs como en cualquier otro sitio de la red en el que intervengo. Mi amiga tiene, pues, una imagen de mi aspecto que, al adosarla a mis palabras, le dio una idea de una personalidad que, si bien se podría parecer en algún punto a la mía, no es del todo la mía. O es la mía en algún punto. O sea: no es la mía.

Veamos. Aquél avatar era la imagen fotografiada de un famoso irónico. O irónico famoso. Creo que la elegí más por la ironía como sustantivo que como adjetivo. Oportuno, ingenioso, rápido para la réplica de humor. Así era este personaje famoso en vida. Y la verdad que… nada que ver conmigo.

Mi escasa aunque a veces afortunada ingeniosidad no ha sido nunca fruto de la rapidez de una personalidad chispente, sino de la elaboración meditada, rebuscada (en el sentido de buscar y buscar y buscar), y, por supuesto, propia de la de quien es prudente para la réplica, más bien un retraído. Tirando a hosco, digamos.

En otras palabras: mi primitiva personalidad social virtual, por llamarla de alguna manera, no se correspondía en absoluto con la personalidad social real que he sobrellevado por años en la vida cotidiana.

En ésta pertenezco al gremio de los hoscos. Hosco, vos sabés…: retraído, huraño, áspero, desabrido, seco. Para hablar con franqueza, un asco de tipo.

Socialmente hablando, se entiende. En la familiaridad, con aquellos con quienes el trato frecuente me permite mostrarme de otra forma, suelo mostrarme, pues, de esa otra forma. Más admisible. Pero con los extraños no. Y los extraños, para mí, son tales hasta que no demuestren lo contrario.

¿De dónde sacaste al aparato éste?, podía preguntar un extraño -refiriéndose a mí-, a un amigo que me había llevado a una reunión social. ¡Ja! No: dale tiempo… es un tipo macanudo, respondía mi amigo. Y con el tiempo, y no poco tiempo, el ex extraño terminaba diciéndome: Y pensar que cuando te conocí…

Con el tiempo aprendí que uno, en realidad, no tiene interés en mantener trato frecuente con la inmensa, abrumadora mayoría de sus congéneres. Así, mi privación para el trato social rápido, inmediato, me permitió zafar de varios centenares (por no decir miles) de insufribles zopencos. Claro… también me cerró las puertas para que pudiera ingresar la oportunidad de conocer a algún semejante interesante. Pero, la verdad, solía pensar con convicción, si el semejante es tal, o sea, semejante a mí, no podía ser interesante.

¡Ja! Resulta que al escribir esto último he caído en la cuenta de que aquel irónico famoso que fue mi rostro durante más de dos años en la red, había dejado para la posteridad una ironía impecable: No quiero partenecer a un club en el cual reciban a miembros como yo. O algo así. La idea es ésa y es igual a aquélla. O sea, se confirma aquello de que el personaje de la foto del avatar y yo, en un punto al menos, coincidimos.

Pues, sí: Aquí mismo quería llegar. A que las casualidades no se dan por casualidad. ¿Hasta qué punto aquella elección de avatar fue caprichosa? ¿Existen los caprichos cabales? ¿O, al mostrarse caprichoso, uno está actuando movido por poderosas fuerzas interiores, a las que uno no puede gobernar por la sencilla razón –entre otras razones menores- de que no las conocemos? “Aún cuando el hombre puede hacer lo que quiere, no puede, sin embargo, querer lo que quiera”, ha sentenciado Schopenhauer, según citaba Einstein.

Al “ilustrar” mi filiación real con la imagen de un irónico célebre, ¿no estaba diciéndome que en realidad hubiese querido poseer esas cualidades que el célebre irónico del avatar tenía y por las cuales ha sido, y aun es a pesar de haber muerto, celebrado por las multitudes? Creo que sí.

Lo mío, como lo de muchos otros en la red, había sido una mínima afectación, un acto de simulación venial. Por supuesto que dejamos de lado a los camioneros que se hacen llamar Lulú… o Brad Pitt. Hablo de las personas corrientes, que nos mostramos tales como somos pero… un poquitito mejorados. Algo así como retocados por un photo shop de la personalidad. Pero, ¿con qué finalidad?

Creo que la finalidad más obvia para que alguien haga esto de darse con el photo shop sobre su personalidad social, en la red, es para seducir.

Entonces va la pregunta: Mi personalidad en la vida real no seduce por sí misma y sólo me he mostrado seductor cuando la necesidad hormonal me obligó a serlo. Forzadamente. Simulaba cualidades que no tenía, simulaba ser lo que no era, nada más que para el levante, para el ligue. Entonces, ¿por qué querría seducir a nadie en la vida virtual?

Dejando de lado el sexo (que, tratándose de un mundo virtual, el sexo carece de toda operatividad como no sea la tradicional puñeta que uno obtiene con recursos menos trabajosos que el escribir horas y horas en una página social en la red), querer seducir en la red, así, al voleo, tal vez apunte nada más que a seducirse uno mismo, a mostrarse como lo que no se es pero que le hubiese gustado ser por el puro gusto de verse como tal.

Es una explicación posible. Pero hay otra, que sube un peldaño más en la conjetura: Tal vez se trate de querer mostrarse como uno realmente es en el fondo de su espíritu pero que en la vida real, por circunstancias diversas, no queremos ser. A ver: en mi caso, ¿no será que en el fondo de mí soy como el tipo del avatar y me le prohibí durante la mayor parte de mi vida, forzándome a ser hosco, seco, huraño, etc. etc., por razones que desconozco pero que debieron ser poderosas?

Lo dicho sería el equivalente al ejemplo del homosexual que al cabo de mil años de fingir una incómoda heterosexualidad, finalmente decide salir del ropero. Algo así.

Tal vez, sólo tal vez, al elegir el avatar famoso del famoso irónico, no oculté mi imagen física por el ocultamiento de la misma (no doy mal en las fotos, ni me he quejado nunca de mi humanidad), sino más bien que lo que quise fue mostrar mi verdadera (y negada) personalidad, a través de un rostro prestado.

Ése, el rostro del irónico famoso sería, así, el rostro que encajase en el tipo que en el fondo acaso soy y que nunca me permití ser. Dejando lo de famoso de lado, o mejor aún, interpretando famoso por popular. ¿Se entiende la idea? Creo que sí.

La explicación es interesante y con ella debía estar colmada mi curiosidad reflexiva. Pero sucedió lo siguiente: Después de mi experiencia de relacionarme socialmente en la red advertí que, poco a poco, comenzaba a comportarme en la vida real del modo en que esa personalidad virtual se comportaba en la red. De súbito, un día me di cuenta de que me estaba permitiendo licencias de comportamiento social que tenía absolutamente extrañas para mí y por lo tanto inadecuadas para mi personalidad.

Curiosamente, el resultado de esas licencias de personalidad fue sorprendente para mí: el prójimo, el semejante, reaccionaba frente a mis ocurrencias, chascarrillos, chanzas, comentarios irónicos, etc., de una manera positiva, como nunca antes me había sucedido. Nunca. Excepto, claro, en aquellas ocasiones en las que, como dije, con fines de levante o ligue simulaba una personalidad distinta a la de todos los días. Pero aquellas jornadas de simulación con miras al levante tenían ese carácter de tales en forma consciente. Simulaba. Es decir, me mostraba como no era para…

Con lo cual surge esta duda: Es probable que la elección del avatar fuese, como conjeturé, mostrarme como en el fondo soy y nunca me permití ser. Pero también es probable que me mostrara con modificaciones de mi personalidad social con el mismo propósito que en aquellas jornadas de levante, es decir, con un propósito utilitario. Digamos, para seducir.

Pero, si esto hubiese sido así, es decir, si hubiese estado simulando en la red con algún fin utilitario ¿por qué me sentí impulsado a mostrarme también en la vida real en correspondencia con aquella personalidad virtual? En otros términos: ¿Con qué finalidad se me dio por seguir la simulación (si hubiese sido realmente tal) de ser un tipo sociable, simpático? Porque en la vida real, lo digo de una, lo que menos ganas tengo es de seducir a nadie, en términos de seducción sexual. No estoy para eso. Tengo tantos problemas (algunos graves) que lo sexual, y sobre todo a mi edad, es el último de mis propósitos. No es que hubiere perdido mi sexualidad, lo cual es fisiológicamente imposible. Simplemente es que el último de mis deseos en estos días es el de reparar siquiera en lo sexual.

Entonces no tengo más alternativa que aceptar mi conjetura inicial: si hay alguien a quien he querido seducir, tanto en la red como en la vida real luego de ensayar esa otra personalidad en la red, ha sido a mí mismo. Es decir, regodearme de mí mismo por mi comportamiento como un tipo sociable, amigable, fácilmente tratable, casi casi extrovertido. Mostrarme menos hosco. O sea, obtener en la calle, en la vida real cotidiana, pequeñas, efímeras, fugaces pero gozosas grageas de felicidad. Con la ayuda, obvio, de ese ser tan despreciable, el prójimo menos próximo, el extraño, el semejante extraño no familiar.

Si así fue de verdad, debo admitir que el esfuerzo ha merecido la pena. No sólo porque me causa placer mi nuevo perfil agradable –módico, pero eficaz-, sino porque mostrarme de este modo es mucho más sencillo de lo que jamás creí.

He aprendido a ser levemente agudo, módicamente salado, aceptablemente ingenioso con mi prójimo extraño. Y me gustó el resultado. Ahora sé que debo aprender a retribuir a ese prójimo, a ese semejante, las efímeras, fugaces pero gozosas grageas de felicidad que mi nueva personalidad obtiene de ellos. A los semejantes de la vida real y a los de la vida virtual.

Sólo me falta, hoy, la paz interior para completar esa educación. Ando mal porque lo que debo afrontaren el futuro inmediato me obliga a sentirme irremediablemente mal. Pero algún día, tal vez no lejano, pueda recuperar la paz interior, concluir con esa educación sentimental, y permitirme muchas más licencias de personalidad. Ser atento, considerado, amigo. Incluso, hasta podría contestar las cartas de mis amigos virtuales, o visitar a mis amigos reales.

Cuando ese día llegue, saldré a la calle -la real y la virtual- con el rostro de aquel viejo avatar del irónico célebre… ¿Qué? ¿Dicen ustedes que ese rostro no es el mío propio? ¡Ja!


Alfredo Arri (Theodoro)

Publicado en feb 2009 en el viejo blog Theodoro y el perro filósofo.
Hay allí cuatro comentarios de mis amigos virtuales.