jueves, 27 de mayo de 2010

Muertes. Relato breve.

Relatos breves.

Muertes.


Mariano era el hijo del medio de los tres que trajo a esta modesta parte del mundo el viejo José (almacenero de los de antes) , y que hasta los primeros años de los noventa estuvo al frente de su almacén de la calle Llavallol. Mariano vivía en Estados Unidos, y ahora estaba de visita en Buenos Aires.

Los otros dos hijos del gallego nunca salieron, no sólo del país sino del barrio. Inés, agraciada y de buen carácter, se casó con un visitador médico que hoy es gerente de un laboratorio y tuvo tres hijos. Por su parte Juan José, el mayor, fue primero policía de la Federal y luego, a partir de los años setenta, guardaespaldas de un sindicalista de nombre notorio. Juanjo, así le decíamos todos en el barrio, era un hombre de modales suaves para la media varonil del barrio en aquellos años. Las lenguas incontinentes decían que era homosexual, pero a mí me consta que era un mujeriego empedernido. Es verdad que el amaneramiento para un guardaespaldas sindical era cosa rara, pero hay que decir también que supo ser rudo cuando las circunstancias lo exigían, y hubo un tiempo en que las circunstancias lo exigían a menudo. Nunca se casó; tampoco tuvo nunca una mujer con la que conviviera. Sé y me consta, como dije, que fue un putañero de alma. Con sus amigos sindicalistas o con sus colegas de la pesada, frecuentó cuanto sauna, cabaret y peringundín hubo en Buenos Aires en los oscuros años de la dictadura, y aún después. Juanjo era el tanguero en esa familia educada por inmigrantes españoles y, como tal, el más mamero de los tres hermanos.

Mariano, en cambio, fue el único de los tres que quiso estudiar en la universidad y el viejo José lo bancó sin chistar. Con un título de físico en una especialidad que nunca registré el nombre, y con el diploma universitario todavía sin enmarcar se marchó a los Estados Unidos a probar suerte.

Allá encontró la famosa suerte, y ésta fue generosa con él. Enganchó rápidamente en una universidad de renombre y a los pocos años de trabajar en investigación casó con una yanqui de prosapia blanca, católica y de buena posición social. Formó una familia de siete, raro para un yanqui.

De esta forma, al cabo de los años, José, el viejo José, alcanzó la jubilación, cerró el negocio para siempre y se sintió feliz de haber cumplido con su deber en su paso por el valle de lágrimas. En los últimos años de su vida se lo encontraba todos los días sentado a la puerta de su casa, a la espera de los eternos vecinos y antiguos clientes para conversar del tiempo, de bueyes perdidos y de sus ocho nietos. Los cinco de allá, repetía, apenas los conozco por fotos, pero un día de estos voy a ir a visitarlos. José unca fue a los Estados Unidos, pero Mariano les trajo a los nietos para una Navidad. La mujer alta, delgada, rubia y de ojos celestes, y los cinco hijos que le había hecho Mariano en el Norte, se aburrieron como locos. Tuvieron que padecer, de mala gana, una Buenos Aires calurosa y húmeda, tres primos que no hablaban inglés, un tío de mirada que metía miedo y que portaba un arma en la cintura bajo el saco, un abuelo que vestía una ridícula boina y una abuela que se empeñaba en enseñarles a cantar en español. Pero Mariano ese año fue feliz por haberlos convencido a todos para que lo acompañaran al Sur.

Fue la única vez. Nunca más volvieron a concederle esa gracia. Pero Mariano sí regresó varias veces, de visita. En las dos últimas oportunidades en que viajó fue para enterrar a sus padres. En el 99 a Conce, quien murió con la paz de los fármacos en un hospital público, y un par de años después a José, quien murió de un infarto al miocardio mirando la televisión.

A la madre, Mariano alcanzó a darle un beso antes de verla partir. Al padre, en cambio, apenas si llegó para despedirlo ya en la ceremonia de inhumación.

Viste, Marianito: murió papá, lo recibió en la puerta de la Capilla municipal su hermana Inés, mostrando, una vez más, su vocación para decir las cosas más importantes de la manera más tonta que nadie pudiera imaginar jamás. Ahá, le respondió el físico en no sé qué, investigador de la Universidad de la Gran Puta del Tío Sam, padre de cinco hijos yanquis y ex argentino por su propia voluntad. Se abrazaron y lloraron, por supuesto.

-¿Cómo está tu familia, hermano? -preguntó Juan José, ya todos en el auto del marido gerente de Inés.

-Bien, Juanjo, bien. Aprovecharon para visitar Nueva York. Phillip quería ir al World Trade Center y Lucille decidió llevarlos a todos..

Inés, como siempre, dio la nota:

-¡Ah! Ahí donde filmaron Melodía otoñal...

-No -dijo Mariano, componiendo una vez más una risa especial que desde su adolescencia tenía reservada para su hermana. -Ése que decís vos es el Madison Square Garden. No... las torres gemelas.
.
-¡Ah! Mirá vos. Podrían haber elegido Disneylandia, ¿no?

-Ay, hermanita: sabés las veces que fueron a Disneylandia.. No, Phillipe quiere ir a tomar fotos allí. Además, por ahí andan los padres de Lucille y se quedan unos días con ellos.

-¿No eran de Boston los viejos, che? -preguntó Juanjo, el único de los hermanos que había ido trajeado al cementerio.

-Sí, pero se mudaron a Nueva York porque al viejo se le dio por las artes y abrió una galería de arte en Manhattan.

-¿Y vos cuándo volvés?

-Y... me quiero quedar unos días. Me puedo quedar en la casa, ¿no? ¿A vos no te jodo, Juanjo?
.
-No, hermano, cómo me vas a joder. Un gustazo. Esta noche pizza y cerveza, ¿dale?

-Meta.

La luz de un sol que huía hacia el oeste pintaba de rosa el muro del cementerio. Los árboles gigantes de la avenida Garmendia abovedaba en una sola sombra la ancha vía. La barrera baja del San Martín los detuvo. El silencio de la calle produjo en Mariano una extraña y a la vez placentera sensación de sosiego. No había demasiado tráfico en la calle para un lunes y para esa hora. Dos o tres automóviles apenas esperaban el paso del tren. Más allá de las vías, sobre la luz de la calle Warnes esplendía el sol. Todo provocaba la ilusión de buenos tiempos para la flagrante primavera. Al fin pasó el tren. Los desvencijados vagones; los hombres apiñados que ocupaban hasta los estribos de los vagones le recordaron a Mariano, una vez más, la miseria en que estaba sumida la patria.

A la noche, Juan José y Mariano fueron hasta el Centro. Juanjo quiso llevarlo hasta la pizzería que sabía que era la preferida de su hermano. A las dos, tal vez un poco más tarde, regresaron a la casa. Juan José le indicó cómo arreglárselas con el sofá donde dormiría ésa y las siguientes noches. Luego se retiró a dormir.

Al promediar la mañana del martes, Juanjo lo sacudió para que despertara.

-¿Qué pasa, Juanjo?

-La tele, hermano... mirá la tele.

Dos horas más tarde, Juan José movía cielo y tierra para tratar de conseguir un pasaje a Nueva York. Pero fue imposible. Ni los jerarcas sindicales, ni los ministros, pudieron hacer nada. En la pantalla de la tele seguía el drama. Los teléfonos, absolutamente inservibles. Cuando cayeron las torres, Mariano se echó a llorar como un chico.

Juan José no sabía qué hacer. Apoyó una mano sobre el hombro de Mariano; murmuró algunas palabras dirigidas a su hermano que probablemente fueran de consuelo, o algo así. Finalmente, Juan José tomó la pistola y la clazó en el cinturón del pantalón.


Alfredo Arri.

viernes, 14 de mayo de 2010

Enmiendas. Poesía.

Poesías.

Enmiendas.


Tal vez un día entre los días que me quedan
(en esta cuenta de instantes que es la vida)
recorra nuevamente las veredas
por las que anduve alguna vez
tomado de la mano de un amor
y en pos de una quimera.

No se me oculta que no han de ser las mismas:
El tiempo descascara las aceras
con idéntica impiedad
con que aniquila todo
lo que roza
con su aliento de miserias.


Pero el dato no invalida la nostalgia...
La nostalgia es pródiga en enmiendas.


Alfredo Arri 2009

miércoles, 12 de mayo de 2010

La batalla.

Relatos. Poesía en prosa.

La batalla.

El sol estaba por perderse detrás del gran pico nevado y el techo de la selva perdía, de a poco, la violencia de su luminoso verdor. Los cavernícolas decidieron que era el momento propicio para iniciar un nuevo ataque. Tomaron las armas, abandonaron sus cuevas y bajaron hacia la selva. Con el sigilo que habían aprendido de los animales de la espesura, se acercaron hasta la aldea y, ni bien la floresta se abrió de golpe en la luz de la mínima aldea, se lanzaron a la carrera hacia las chozas. Una voz, la de un aldeano viejo, gritó con fuerza, para anunciar a los suyos, desprevenidos, el ataque. Fue un grito en vano, o tardío, o sin juicio: la primera lanza que los cavernícolas encendieron de muerte atravesó el pecho del viejo que había dado el alerta y éste cayó pesadamente a tierra. Un leve y efímero remolino de polvo envolvió su cuerpo. De las chozas salieron los defensores más decididos, arma en mano, dispuestos a defender sus vidas y las vidas de los suyos a sangre y sangre. El más aguerrido de todos, el hijo del jefe, el que estaba llamado a regir los destinos de los suyos cuando su padre partiera hacia la muerte, fue quien cayó primero, después del viejo. Uno de los invasores, armado con una maza, le había asestado un duro golpe en la cabeza y el guerrero quedó como paralizado en el tiempo, inmóvil, de pie, con los ojos perdidos en una mirada horrorosa. De su mano cayó el arma, una tosca lanza de metal, y al instante, varios, muchos invasores se abalanzaron sobre él y lo descuartizaron, a golpes de mazas y a filo de hachas y de fierros. Quien acaso era el jefe de los invasores, se alzó con la cabeza del joven troceado y, enarbolándola con la mano que sostenía el arma, dejó salir de su interior estentóreos y fieros gritos de victoria, o de muerte, o de enajenación gozosa. De todas las chozas salieron todos los hombres. Unos, armados con palos y hachas; otros, con metales y puntas. Un nuevo combate dio comienzo. El clamor en la aldea devino rápidamente en furor de voces y de ayes. Todos los pájaros de la selva más cercana volaron al unísono, en un acorde de alas espantadas y agudos chillidos. Sobre la tierra, los cuerpos se trenzaron rápidamente en lucha, en el estrecho espacio del sitio. En el amasijo de cuerpos y cosas, los guerreros en lucha alzaron una nube de polvo que oscureció todo. Los perros volvieron a enloquecer, una vez más, e hincaban los dientes en las carnes de los invasores. La batalla duró lo que agota una fiera del bosque en rugir un par de veces. Al cabo del combate, los invasores se retiraron raudos hacia la floresta, abandonando las armas, los muertos y los heridos. Los aldeanos, una vez más victoriosos, remataron uno a uno a todos los heridos de la horda invasora, y despenaron uno a uno a los irreparables de entre sus propios hombres. Un guerrero joven, quien había jugado su pellejo en la vana persecución de los que hubieron huido hacia la selva, apareció por entre la floresta hacia el claro. Portaba en una mano, de regreso, la cabeza del hijo del viejo jefe. En silencio, entre el silencio de todos, el joven caminó hacia el viejo y ni bien hubo llegado al lado del notable, alzó la mano que sostenía la cabeza. El venerable compuso una mueca incomprensible y, tras girar su cuerpo, se marchó hacia el interior de su choza. Esa noche, los aldeanos encendieron fogatas en el claro, sobre las llamas de las cuales asaron la carne de los cavernícolas caídos en la refriega. Luego de comer aldeanos y perros, se embriagaron los hombres con el brebaje frutal que esa tribu resistente reservaba con celo nada más que para las jornadas sangrientas, a la hora de reparar en el estrago. Más tarde, cayeron en el sueño del veneno y del cansancio. Al alba, todos, hombres y mujeres, portaron sobre yacijas vegetales los cuerpos de los suyos hasta el río, a cuyas aguas los arrojaron, en medio de gritos y otros sonidos elementales que nadie podrá saber jamás si se trataba de exclamaciones de dolor, de llamados a los dioses o de vagos juramentos de venganza. De regreso en la aldea, amontonaron los restos mutilados de sus eternos enemigos, los hombres de las cuevas de la montaña nevada, y allí los dejaron, para que el sol y las alimañas del día dieran cuenta de esa carne en el día, y la luna y las sabandijas de la noche dieran cuenta de esa carne en la noche. El jefe, con gestos más que con palabras, dio una orden. Obedientes y dispuestas, varias ancianas tomaron cestos repletos de la fruta consagrada y se dieron a la tarea de machacar los frutos con palos, en los cóncavos fondos de los rústicos y gastados morteros de piedra. Cuando en el interior de los morteros los frutos devinieron maceración cabal, los hombres jóvenes, al paso de uno en uno ante los morteros y frente a las viejas, abandonando sus cuerpos al ritmo de un par de tambores, lanzaron sendas escupiduras sobre las porciones del mejunje. En unas pocas lunas, las entonces secas vasijas de cuero volverían a llenarse con la imprescindible pócima.

Lentamente, sol a sol, luna a luna, la fragancia de las frutas maceradas fue apagando el hedor, ese pesado olor de la muerte.


Alfredo Arri. Nov 2009

Sólo una vez

Poesías.

Sólo una vez.

Ya verás cuando te llegue el día
en el cual confieses un te quiero
y encuentres en el rostro de la otra
(o del otro)
la mirada irrepetible
del asombro, la sorpresa, la alegría.
Ya verás cuando te llegue el día
en que oigas el te quiero que te asombre
y encuentres en el rostro de la otra
(o del otro)
la mirada indescifrable
de quien ama (o cree que ama)
y dice lo que siente (o cree que siente)
y promete lo que acaso nunca cumpla
y selle con un beso
la promesa (o la mentira) y la mirada.



Alfredo Arri noviembre 2009

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miércoles, 5 de mayo de 2010

Óxido de hierro.

Poesía.

Óxido de hierro.

Hace unos días, ayer o esta mañana
terminó por coparme la parada,
en el hacer,
esa incómoda pasividad que es la desgana.

Hace unos días, ayer o esta mañana
debí notificarme, en cuerpo y alma,
la inapelable sentencia del tiempo,
la inalpelable sentencia de una sola
y premiosa instancia.

He perdido las ganas de pulir los cielos de la mañana
de aserrar las lluvias, de pintar las nubes
de aprisionar el sol para limar sus rayos.

Ya no tengo ganas de atornillar las hojas de los árboles,
ni de quitar tornillos a los pájaros para dejarlos saltar
.......................de rama en rama

No tengo ganas de dar más torque al agua límpida de los bronces,
ni de cortar con tijeras de acero las puntas de las estrellas

No tengo ganas de amolar la luz del día.
ni de llenar de clavos brillantes la negritud de la noche.

He perdido las ganas de sostener el martillo
la cuchara, el pincel, la espátula
y ya no tengo ganas de enlucir nada:
ni el fuego, ni la tierra
................ni nada.

Tendré que acostumbrarme a recibir el cielo en bruto cada mañana
las lluvias como vienen, las formas sin formas de las nubes.
Tendré que aprender a inventariar el tiempo en las goteras
Tendré que exonerar al sol
del duro cepo de la prensa
cada mañana.

Tendré que aceptar (como una ley inexorable)
la herrumbre de las limas.
el cimbreo de la hoja de la sierra,
el novedoso peso del martillo,
y la lenta oxidación de la luz
.............en los días traseros
.......................de cada lluviosa jornada.


Alfredo Arri, marzo 2010

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lunes, 3 de mayo de 2010

Testimonio. Relato breve.

Relatos breves.


Testimonio.


El principal testigo del hecho policial en la residencia del laureado poeta Javier Basualdo Orly fue una vecina. Ocupa la casa lindera a la del famoso poeta y conocía a su mujer desde siempre, ya que habían transitado juntas los años de la infancia. El oficial de policía que la interrogó obtuvo de ella el testimonio que sigue. Me he permitido ordenar un poco las oraciones y cambiar algunos vocablos, tras paciente desgrabación de una cinta de audio.

-No se llevaban bien, es verdad. A veces, los gritos de sus peleas me llegaban hasta la cocina, amortiguados por la paredes. En algunas ocasiones, a pesar de ese obstáculo de las paredes, y entremezclados con los ruidos de la calle o de la televisión, me llegaban, claras, las palabras. Se peleaban por cualquier cosa. Anoche, por ejemplo, él le pidió a los gritos que bajara el volumen del televisor. La forma en que gritó ese pedido me dio en pensar que había habido otros pedidos previos, en otro tono, y que ella los había desoído. Es más: estoy segura de que ella que subió más el volumen del televisor. Tienen uno de ésos con muchos parlantes, ¿vio?... Últimamente ella lo odiaba, sabe. Antes, cuando ganaba buenas sumas de dinero por la venta de sus libros, se llevaban bien. Y en esos años en que él fue figura de la televisión, también. Cuando fueron de safari a África, creo que en el setenta y nueve, ella hizo poner un pasacalle como si fuera hecho por compañeros de él. Pero yo sé que había sido ella. En esa época no eran comunes los pasacalles; el único que los hacía era un primo mío, letrista de profesión, y él me dijo que ella se lo había encargado. No sé, creo que durante quince o veinte años se llevaron bien. Luego, con el paso de los años, la fama de él decayó y sus libros no se vendían. A veces venía algún periodista a hacerle alguna nota; en esas ocasiones Ofelia vestía sus mejores ropas, se maquillaba y compraba gaseosas y masitas secas para recibir a los periodistas. Yo tengo videos de algunas de esas entrevistas, que ella misma me regaló. Pero, hace como cinco años que no viene nadie, ni periodistas, ni nadie. Bueno, la semana pasada vino un músico conocido, pero estuvo un rato nomás. Anoche, le decía, él le pedía a los gritos que bajara el volumen del televisor. "Tengo que escribir, ¿no entendés? Apagá esa mierda, querés". Perdone usted, oficial, pero eso es lo que decía. Se refería a un programa de juegos que hay en la tele; muros de cartón, participantes que se caen, o se tiran, eso, un programa de esos, que él no soportaba. Ella lo ponía a todo volumen, y reía con cada escena del programa. Fue entonces cuando oí el tiro. en realidad, antes se oyeron otros ruidos, como golpes de cosas pesadas contra el piso. Después, el tiro. Uno solo. Y después, el silencio. Yo lo llamé a mi marido, que ya estaba durmiendo, porque él se tiene que levantar a las tres de la mañana para ir a trabajar. Tiene como dos horas de viaje... Bueno, lo desperté y le dije: "Francisco, Francisco, me parece que el loco de al lado mató a la Ofelia."

-Por qué le decía "el loco", señora. (La pregunta del policía fue directa).

-¿No le dije que era poeta? Era medio loco, como todos los poetas. Bueno: como le decía: llamé a mi marido y se levantó. Salió a la calle y no vio nada. Yo le pedí que tocara el timbre, pero el no quiso. Entonces yo marqué el número del teléfono de ellos. Algo se me habría de ocurrir para justificar la llamada. Entonces me atendió él, y con una voz muy rara me dijo: "Nelly, llame a la policía, ¿quiere?" Y entonces los llamé a ustedes. Bueno, al noveciento once, bah. Eso es todo lo que puedo decirle.

-¿Y usted no le preguntó por su amiga?

-Sí, claro, le pregunté: "¿Qué pasó? ¿Ofelia está bien?". Pero él no contestó. Cortó. No me dió tiempo para decir nada. Ni de gritarle ¡asesino!, ¿por qué la mataste, basura? Nada. ¡Pobre Ofelia! ¡Sufrió toda su vida con ese vago medio loco! ¡Y terminar así!

-Su amiga no tiene nada, señora. Está en estado de shock, pero no tiene nada. El que recibió el tiro era un chorrito de mala muerte que se había metido en la casa. Un chiquilín, de quince o dieciséis. Además, desarmado. Es decir, el chorro tenía una navaja, nada más. Pero parece que su vecino no dudó en tirarle un escopetazo que lo mató en el acto. Por eso le preguntaba por qué lo llamaba "loco". Por ahí, lo que me quería decir usted con eso de "loco" es que es violento, que le pega a ella, que tiene pelesas con los vecinos, que es de matonear, ésas cosas...

-¡No, señor! ¿Cómo se le ocurre? ¿Javier? Si Javier es un pan de Dios. ¿La puedo ir a ver, señor?

-No, señora. Todavía está el chico ahí, tirado, con la cabeza reventada. No es un espectáculo agradable..

-¡Mire si me voy a conmover por un negrito de mierda!

Ernesto. Peralta, el oficial a cargo del hecho, miró mi grabador, luego me miró a los ojos y, en un par de segundos, sus músculos compusieron un gesto de significado inequívoco: Negro: si querés, publicalo nomás.


Alfredo Arri. (Theodoro) mayo 2010

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