miércoles, 4 de agosto de 2010

Del pochoclo y el reloj.

Filosofetas. Reflexiones insubstanciales.

Del pochoclo y los relojes.


Me dicen que es moda que los espectadores de cine coman pochoclo durante una función. Me dicen, además, que ésa es una costumbre que ya lleva entre nosotros, los argentinos, quince años o más. Y me dicen, por último, que en esos sitios modernos, al pochoclo le dicen pop-corn.

Estas módicas noticias me provocan las siguientes acciones: Uno: me he visto obligado a tomar conciencia de que hace como veinte años que no voy a un cine. Dos: puedo decir que tengo un excusa para no lamentarme de esa falta y que la misma me sirve, también, como excusa para no querer enmendar esa falta. Tres: sospechar -fundadamente- que la penetración cultural del Norte hacia el Sur no se detiene, con lo cual mi humor empeora. Cuatro: me siento tentado en componer algunas reflexiones insubstanciales alrededor de estos temas.

Como ya habrá barruntado mi lector, no me resistiré a dar rienda suelta a esta última tentación.

Las enumeradas acciones de mi voluntad, surgidas desde la constatación de una moda tonta como es comer pochoclo en el cine, me permiten levantar sobre mí mismo la sospecha que me he convertido en un conservador recalcitrante. Sin embargo, ni bien me acuerdo (y reafirmo) que me siguen gustando tanto los tangos de la guardia vieja y las películas de Gardel como con los tangos de Bajo Fondo Tango Club o las peliculas de Tim Burton, contrarresto aquella sospecha. Ergo: no es que me hubiera convertido en conservador en el sentido lato del término; simplemente me he convertido en un viejo.

El hecho de que me sigan gustando las mujeres, a pesar de que ya no me mueven un pelo, (o nada más que un pelo) lo reafirma.

Los viejos abominamos de ciertas modificaciones de las rutinas, sobre todo si tales modificaciones son de las más pequeñas e inútiles. Que aquellos que concurren a un cine en estos días elijan llamar pop-corn al pochoclo me resulta fastidioso, aunque mi fastidio quedaría justificado por aquello de la añoranza a nuestra propia cultura, tan castigada en estos tiempos de globalización. Y la reprobación de mi parte para eso de los espectadores coman durante la función, podría sostenerlo con argumentos tales como que se trata de un asquete. ¿Por qué no cortarse las uñas de las patas en las escenas aburridas, por ejemplo?

Se me objetará afirmando que no es lo mismo de repugnante ver (u oír, u oler) comer pochoclo a un prójimo demasiado próximo que ver al mismo prójimo demasiado próximo cortándose las uñas. Refutaré esa hipotética objeción con esta réplica: usted nunca vio a mi tío Ernesto comiendo pochoclo: adoraría usted hasta la profesión de podólogo.

Como fuere, insisto: hay incómodas modificaciones menores del cosmos cuyas probables explicaciones para esas incomodidades carezcan de argumentos racionales, o no transciendan el carácter irascible del viejo, sino que se agotan en eso, es decir, en la condición de irascible del carácter del viejo. Comer o ver comer (u oír, u oler) a un prójimo próximo a uno en un cine durante la proyección de un película es una de esas incómodas modificaciones del cosmos. Hay otras.

Por ejemplo, que la dirección de un canal de televisión decida cambiar los horarios de los programas que suelo ver regularmente, me puede llevar directamente a la abominación, no sólo del programa hasta entonces favorito sino del canal todo. En casos así, llamo a uno de mis nietos que conocen los arcanos del control remoto, para que eliminen ese canal del alma de esa prolongación tan boba como útil de la mano.

Otro ejemplo: que los evangelistas domingueros de estos tiempos sean más agresivos, más pelmazos, que los evangelistas domingueros de hace tres décadas, puede provocarme ataques de ira. Antes, los despedía con alguna mínima muestra de cortesía; ahora no: ahora los despido con las más agrias demostraciones de falta de urbanidad: ¿Por qué no se van a predicar al desierto, así no joden a nadie? En los desiertos no hay domingos, ni lunes, ni nada. Sé que es inútil, porque los evangelistas carecen del sentido del humor y están incapacitados para decodificar ironías. Sólo responden a los exabruptos más guarangos, aunque tampoco saben responder a éstos con la furia humana, sino que se ponen a blandir maldiciones satánicas y otras manifestaciones de idiotez por el estilo. Sé que es inútil, decía, pero igual se me da mostrarme para con ellos más agresivo de lo que ellos se muestran para conmigo.

Hay más, por supuesto: Ahora es cosa corriente que en un café o restaurante haya carteles por todos lados que rezan: los baños son para uso exclusivo de los clientes. Como comprenderá usted, amigo lector, si me veo obligado a consumir un café nada más que para poder usar el baño del bar, es esperable y aun saludable que una vez que logre pelar en ese lugar sagrado donde acude tanta gente, desarticule mi puntería con certeros mandobles de pene con el fin de orinar abundantemente el piso y las paredes del baño.

Antes -para seguir en este tono de queja menor- había seres humanos detrás de las ventanillas de los bancos, dispuestos a hacer tareas sencillas tales como contar billetes o sellar papeles. ¡Ah! ¡Qué placer provocaba verlos desarrollar con habilidad de prestidigitador esas tareas! Ameritaba, no digo el aplauso, pero sí un muchas gracias que uno le regalaba, adosado a una sonrisa, al tipo o tipa antes de retirarse de la ventanilla, ya con los billetes, ya con un papel sellado. Ahora no: ahora en los bancos hay robots a los que, increíblemente, llaman cajeros.

El señor le va a enseñar cómo se hace, me dijo la primera vez una empleada de banco que me mandó derechito al cajero robot y me señaló a un empleado con uniforme del Ejército de Salvación. En efecto, un señor de la vigilancia me aleccionó en el funcionamiento de esa máquina. Se aprende rápido, es verdad, pero yo recurro al empleado humano cada vez que voy al banco. Porque de lo que se trata es de rebelarme -vana, pero placenteramente- contra la automatización. Señor: ¿me puede explicar cómo funciona esto? ¿No se lo expliqué la semana pasada...? Puede ser, pero se me olvidó. ¿Me hace el favor, quiere?

Una vez, una joven que estaba en la fila detrás de mí, que se percató de que no encaraba la máquina, y de que miraba para todos lados en busca del hombre de la seguridad, me preguntó: No, g¿Quiere que lo ayude, abuelo? No, gracias, abuelo las pelotas, dije y pensé. Quiero que venga el señor de seguridad porque él sabe mi clave, ya que yo no la recuerdo. ¡No, abuelo, usted no le tiene que dar la clave a cualquiera! No, no es a cualquiera: el señor de seguridad no es cualquiera, yo lo conozco, se llama Miguel. Allá está. ¡Ea!, Miguel, me da una mano, por favor... ¿Otra vez usted, abuelo?

Abuelo las pelotas. Hace rato que soy abuelo; lo que soy desde hace poco es viejo, que es otra cosa. Ser abuelo es aprender a aceptar los cambios: los nietos cambian mucho más rápido de lo que cambiaron los hijos en su momento. Un abuelo se alboroza ante el mínimo cambio que se manifiesta en el nieto, y eso ocurre todos los días. Ser viejo es otra cosa.

En la vejez nos aferramos a las rutinas y nos incomodan las alteraciones mínimas del cosmos. Nos rebelan los cambios que modifican nuestra vida cotidiana, nuestros hábitos cotidianos. Por ejemplo: celebré con verdadero fervor la media sanción, por parte de la cámara de diputados, del proyecto de ley que elimina ese artículo del código civil que menciona como actores necesarios a un hombre y una mujer para referirse al matrimonio, y pongo todas mis energías mentales para que el Senado convierta en ley el proyecto. Pero, vea usted la diferencia, quise conspirar contra el Gobierno cuando se le ocurrió modificar la hora oficial, en aras de un supuesto ahorro de energía. Cenar con la luz del sol es insoportable y, de haber hallado conspiradores en buen número, habría atentado contra la autoridad del Estado por ese desatino. Semejante norma ameritaba una revolución, aun si fuese efectiva la medida: es preferible cenar a la luz de las velas cuando hay corte de luz eléctrica a tener que servir la sopa sobre una mesa inundada por los rosados colores de la tarde y alborotada por el chirriar de los gorriones.

Seré franco: tengo para mí que eso de comer pochoclo en el cine es una suerte de retroceso para la humanidad. Por lo menos para esta parte de la humanidad que llamamos argentinos. Allá ellos, los yanquis, si comieron pop-corn en los cines desde siempre. Aquí es como una involución cultural. Es como una suerte de compensación cósmica a otras modificaciones evolutivas, como por ejemplo el descubrimiento de una vacuna o una droga que salve millones de vidas. Es como si Dios dictaminara: ¿En Suecia se acaba de inventar un medicamento milagroso? Pues entonces que otros, por ejemplo los argentinos, coman pochoclo en los cines, para compensar el desequilibrio que se ha producido en favor de la humanidad y en mi contra. Algo así.

Me dicen, también, que algunos chicos de clase media de vida holgada celebran Halloween. O que los jóvenes de clase media no tan acomodada celebran San Patricio empedándose en masa. Pero esto no me preocupa demasiado, lo confieso. Son grupúsculos. La inmensa mayoría del pueblo aborrece de esas celebraciones que se nos tratan de imponer a la fuerza. Esas modas pasarán, de puro vacuas que son.

Lo que no pasa, lo que no deja de pasar nunca es el tiempo que, precisamente, consiste en pasar. O aparenta pasar. Aunque es lícito dudar incluso de tal apariencia, la apariencia de ese paso está y es fuerte. El tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos, rezan los versos del poeta cubano. Y pasa más rápido cuando, el que lo mide, suma en su propia humanidad una pila de años, es decir, una montaña de tiempo. Aquella constatación empírica de que los cambios se dan más apretaditos en los nietos que en los hijos confirma esa relatividad del tiempo según la edad del sujeto que lo mide, padece, sufre, tolera o goza.

Hay una sentencia de Borges que me ha parecido siempre débil. Escribió nuestro poeta mayor y hasta hoy único proto filósofo que dio la patria: "Negar el tiempo es dos negaciones: negar la sucesión de los términos de una serie, negar el sincronismo de los términos de dos series." (Borges, Otras inquisiciones. B)

No necesariamente debe haber sincronismo entre diversas series. Al menos, no hay pruebas de esa necesidad. Esa necesidad de sincronismo entre series temporales es lo que aparenta al observador que no forma parte de ninguna de las dos series, pero no lo es para cada una de las subjetividades involucradas en cada una de las series. Parafraseando a Schopenahuer, me anticipo a defenderme de una hipotética objección: Creer que el sincronismo de las series temporales es sólo aparente a la subjetividad que las contempla desde fuera puede ser considerado un pensamiento absurdo; creo que lo absurdo está, precisamente, en imaginar lo contrario.

Si los cambios en el cosmos, la naturaleza, la sociedad y los hombres se producen en forma cada vez más apretada a medida que el sujeto de la serie que observa ese cosmos avanza en edad, ¿por qué no sospechar -fundadamente- que ese estrechamiento en los intervalos entre los cambios alcanza valores infinitésimos, cercanos a la misma anulación del tiempo cuando el sujeto alcanza una edad matusalena?

Nadie ha alcanzado tal edad como para que pueda dar testimonio de su percepción del tiempo a los novecientos y tantos años de pura vejez, pero sí hay signos que nos permiten sostener -caprichosa pero fundadamente- alguna tesis audaz. Ya he relatado alguna vez el caso de un tío que murió a una edad muy avanzada. Había sido traído por sus padres de Italia cuando él tenía dos o tres años de edad. ¿Cuatro, prefiere? Póngale cuatro. Al ingresar en la última agonía, cuando ya había perdido toda su comunicación con este mundo, sus palabras se reducían a incoherencias dichas en dialecto fruilán. Dialecto que jamás había utilizado en toda su vida en Argentina, que fue como de ochenta años. Sus expresiones incoherentes en un dialecto olvidado, sus vagas pero inequívocas sonrisas -amplias, gozosas- durante la agonía, bien podrían ser un signo de una realidad que nos es desconocida y, al ingresar el mortal en las regiones cercanas a la Gran Puerta, el tiempo deja de suceder, como en los sueños.

Los refutadores de leyendas de Villa del Parque podrían burlarse de mí, recordándome que las drogas que calman el dolor del muriente alteran la conciencia. Es verdad, pero no conozco ninguna droga que provoque a un moribundo de casi noventa años hablar un dialecto olvidado durante ochenta y cinco. Además, aquél tío murió de viejo, y no fue el dolor de una grave enfermedad lo que lo llevó a un hospital. Tampoco lo dormían los enfermeros para que no molestara: aquel viejo tío no molestó nunca a nadie, ni siquiera a la hora de morir. Cuando joven, contaba malos chistes cuando se chispeaba en las celebraciones familiares; ése fue su mayor pecado en esta vida.

Más fuerte es la objeción que podría oponerme un Hombre Sensible de Flores: tal vez en la muerte -podría oponerme un trovador y poeta de pizzería-, de alguna manera la subjetividad se aniquila en la aniquilación del tiempo de la misma forma como sucede en los sueños. Sé que una réplica a esa objeción que advirtiese que en los sueños, a pesar de todo, el sujeto no pierde la conciencia de su subjetividad y que esta conciencia de un sujeto es incómoda para la atemporalidad, tampoco serviría. En efecto, nadie podría asegurar que la descripción en vigilia de un sueño no sea más que la primera versión temporal, taquigráfica y mal trascrita, de una experiencia que durante el sueño, no sólo no tuvo serie temporal alguna reconocible, sino sujeto que la pudiera reconocer.

Tal vez en la vigilia, en el inmediato despertar de cada día, el relato del sueño no sea otra cosa que una forzada puesta en funcionamiento de todas las series temporales del universo, comenzando por el alfabeto. Una sincronización de las series temporales ajenas al sujeto que despierta. Algo así como dar cuerda al mundo cada mañana, para que funcione de modo que lo podamos reconocer. O peor aún: tal vez cada mañana, tras el despertar, no hacemos otra cosa que echarnos encima el tiempo, con idéntica mansedumbre con que nos ponemos las ropas y el calzado. Y así como en la vejez preferimos las pantuflas a los zapatos de cuero, las ropas de entrecasa al elegante sport, así del mismo modo los viejos nos calamos cada mañana una versión más aligerada del tiempo. Una versión del tiempo en la que las grandes modificaciones suceden tan apretadas que nos mueven a la indiferencia; a la vez que las pequeñas modificaciones de las rutinas que nos pertenecen nos alteran el ánimo, nos conducen al mal humor y a la módica rebelión.

Mi última reflexión sobre este tema permanecerá oculta detrás de una pregunta: Si en medio de una función de cine algún espectador se atragantase con pop corn, ¿debería interrumpirse la proyección para asistirlo? ¿O el show must go on a como dé lugar?


Alfredo Arri.

o0o

domingo, 1 de agosto de 2010

Siempre lo supimos.

Poesías.


Siempre lo supimos.

Vos y yo siempre supimos
que no éramos del mismo palo.

Vos eras del amor declamado,
de las flores en fecha,
de la palidez de un suspiro
y de las mañanas cargadas
de deberes ciertos
(o vagamente inciertos).

Yo en cambio siempre fui de amar en silencio,
sin reparar en fechas o signos convencionales;
siempre fui de gritar los gritos y de putear las puteadas
en tiempo y forma;
de noches jugadas al azar de todos los caos,
sin importarme una mierda
el destino...
o como se llame esa ilusión de sucesiones dictadas
por un dios aburrido
y notoriamente torpe.

Dos almas diferentes unidas por el amor
y el espanto.

El espanto a la nada;
de no tener al lado
una puta y miserable sonrisa
desganadamente humana.

Los repetidos besos que rompen silencios
y estruendosas caricias que repiten besos.

Todo ha sido una infinita rutina en un amor
de dos palabras
de cien besos
de diez mil caricias
y de cien mil silencios.


Alfredo Arri. 2009