Muertes.
Mariano era el hijo del medio de los tres que trajo a esta modesta parte del mundo el viejo José (almacenero de los de antes) , y que hasta los primeros años de los noventa estuvo al frente de su almacén de la calle Llavallol. Mariano vivía en Estados Unidos, y ahora estaba de visita en Buenos Aires.
Los otros dos hijos del gallego nunca salieron, no sólo del país sino del barrio. Inés, agraciada y de buen carácter, se casó con un visitador médico que hoy es gerente de un laboratorio y tuvo tres hijos. Por su parte Juan José, el mayor, fue primero policía de la Federal y luego, a partir de los años setenta, guardaespaldas de un sindicalista de nombre notorio. Juanjo, así le decíamos todos en el barrio, era un hombre de modales suaves para la media varonil del barrio en aquellos años. Las lenguas incontinentes decían que era homosexual, pero a mí me consta que era un mujeriego empedernido. Es verdad que el amaneramiento para un guardaespaldas sindical era cosa rara, pero hay que decir también que supo ser rudo cuando las circunstancias lo exigían, y hubo un tiempo en que las circunstancias lo exigían a menudo. Nunca se casó; tampoco tuvo nunca una mujer con la que conviviera. Sé y me consta, como dije, que fue un putañero de alma. Con sus amigos sindicalistas o con sus colegas de la pesada, frecuentó cuanto sauna, cabaret y peringundín hubo en Buenos Aires en los oscuros años de la dictadura, y aún después. Juanjo era el tanguero en esa familia educada por inmigrantes españoles y, como tal, el más mamero de los tres hermanos.
Mariano, en cambio, fue el único de los tres que quiso estudiar en la universidad y el viejo José lo bancó sin chistar. Con un título de físico en una especialidad que nunca registré el nombre, y con el diploma universitario todavía sin enmarcar se marchó a los Estados Unidos a probar suerte.
Allá encontró la famosa suerte, y ésta fue generosa con él. Enganchó rápidamente en una universidad de renombre y a los pocos años de trabajar en investigación casó con una yanqui de prosapia blanca, católica y de buena posición social. Formó una familia de siete, raro para un yanqui.
De esta forma, al cabo de los años, José, el viejo José, alcanzó la jubilación, cerró el negocio para siempre y se sintió feliz de haber cumplido con su deber en su paso por el valle de lágrimas. En los últimos años de su vida se lo encontraba todos los días sentado a la puerta de su casa, a la espera de los eternos vecinos y antiguos clientes para conversar del tiempo, de bueyes perdidos y de sus ocho nietos. Los cinco de allá, repetía, apenas los conozco por fotos, pero un día de estos voy a ir a visitarlos. José unca fue a los Estados Unidos, pero Mariano les trajo a los nietos para una Navidad. La mujer alta, delgada, rubia y de ojos celestes, y los cinco hijos que le había hecho Mariano en el Norte, se aburrieron como locos. Tuvieron que padecer, de mala gana, una Buenos Aires calurosa y húmeda, tres primos que no hablaban inglés, un tío de mirada que metía miedo y que portaba un arma en la cintura bajo el saco, un abuelo que vestía una ridícula boina y una abuela que se empeñaba en enseñarles a cantar en español. Pero Mariano ese año fue feliz por haberlos convencido a todos para que lo acompañaran al Sur.
Fue la única vez. Nunca más volvieron a concederle esa gracia. Pero Mariano sí regresó varias veces, de visita. En las dos últimas oportunidades en que viajó fue para enterrar a sus padres. En el 99 a Conce, quien murió con la paz de los fármacos en un hospital público, y un par de años después a José, quien murió de un infarto al miocardio mirando la televisión.
A la madre, Mariano alcanzó a darle un beso antes de verla partir. Al padre, en cambio, apenas si llegó para despedirlo ya en la ceremonia de inhumación.
Viste, Marianito: murió papá, lo recibió en la puerta de la Capilla municipal su hermana Inés, mostrando, una vez más, su vocación para decir las cosas más importantes de la manera más tonta que nadie pudiera imaginar jamás. Ahá, le respondió el físico en no sé qué, investigador de la Universidad de la Gran Puta del Tío Sam, padre de cinco hijos yanquis y ex argentino por su propia voluntad. Se abrazaron y lloraron, por supuesto.
-¿Cómo está tu familia, hermano? -preguntó Juan José, ya todos en el auto del marido gerente de Inés.
-Bien, Juanjo, bien. Aprovecharon para visitar Nueva York. Phillip quería ir al World Trade Center y Lucille decidió llevarlos a todos..
Inés, como siempre, dio la nota:
-¡Ah! Ahí donde filmaron Melodía otoñal...
-No -dijo Mariano, componiendo una vez más una risa especial que desde su adolescencia tenía reservada para su hermana. -Ése que decís vos es el Madison Square Garden. No... las torres gemelas.
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-¡Ah! Mirá vos. Podrían haber elegido Disneylandia, ¿no?
-Ay, hermanita: sabés las veces que fueron a Disneylandia.. No, Phillipe quiere ir a tomar fotos allí. Además, por ahí andan los padres de Lucille y se quedan unos días con ellos.
-¿No eran de Boston los viejos, che? -preguntó Juanjo, el único de los hermanos que había ido trajeado al cementerio.
-Sí, pero se mudaron a Nueva York porque al viejo se le dio por las artes y abrió una galería de arte en Manhattan.
-¿Y vos cuándo volvés?
-Y... me quiero quedar unos días. Me puedo quedar en la casa, ¿no? ¿A vos no te jodo, Juanjo?
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-No, hermano, cómo me vas a joder. Un gustazo. Esta noche pizza y cerveza, ¿dale?
-Meta.
La luz de un sol que huía hacia el oeste pintaba de rosa el muro del cementerio. Los árboles gigantes de la avenida Garmendia abovedaba en una sola sombra la ancha vía. La barrera baja del San Martín los detuvo. El silencio de la calle produjo en Mariano una extraña y a la vez placentera sensación de sosiego. No había demasiado tráfico en la calle para un lunes y para esa hora. Dos o tres automóviles apenas esperaban el paso del tren. Más allá de las vías, sobre la luz de la calle Warnes esplendía el sol. Todo provocaba la ilusión de buenos tiempos para la flagrante primavera. Al fin pasó el tren. Los desvencijados vagones; los hombres apiñados que ocupaban hasta los estribos de los vagones le recordaron a Mariano, una vez más, la miseria en que estaba sumida la patria.
A la noche, Juan José y Mariano fueron hasta el Centro. Juanjo quiso llevarlo hasta la pizzería que sabía que era la preferida de su hermano. A las dos, tal vez un poco más tarde, regresaron a la casa. Juan José le indicó cómo arreglárselas con el sofá donde dormiría ésa y las siguientes noches. Luego se retiró a dormir.
Al promediar la mañana del martes, Juanjo lo sacudió para que despertara.
-¿Qué pasa, Juanjo?
-La tele, hermano... mirá la tele.
Dos horas más tarde, Juan José movía cielo y tierra para tratar de conseguir un pasaje a Nueva York. Pero fue imposible. Ni los jerarcas sindicales, ni los ministros, pudieron hacer nada. En la pantalla de la tele seguía el drama. Los teléfonos, absolutamente inservibles. Cuando cayeron las torres, Mariano se echó a llorar como un chico.
Juan José no sabía qué hacer. Apoyó una mano sobre el hombro de Mariano; murmuró algunas palabras dirigidas a su hermano que probablemente fueran de consuelo, o algo así. Finalmente, Juan José tomó la pistola y la clazó en el cinturón del pantalón.
Alfredo Arri.