miércoles, 12 de mayo de 2010

La batalla.

Relatos. Poesía en prosa.

La batalla.

El sol estaba por perderse detrás del gran pico nevado y el techo de la selva perdía, de a poco, la violencia de su luminoso verdor. Los cavernícolas decidieron que era el momento propicio para iniciar un nuevo ataque. Tomaron las armas, abandonaron sus cuevas y bajaron hacia la selva. Con el sigilo que habían aprendido de los animales de la espesura, se acercaron hasta la aldea y, ni bien la floresta se abrió de golpe en la luz de la mínima aldea, se lanzaron a la carrera hacia las chozas. Una voz, la de un aldeano viejo, gritó con fuerza, para anunciar a los suyos, desprevenidos, el ataque. Fue un grito en vano, o tardío, o sin juicio: la primera lanza que los cavernícolas encendieron de muerte atravesó el pecho del viejo que había dado el alerta y éste cayó pesadamente a tierra. Un leve y efímero remolino de polvo envolvió su cuerpo. De las chozas salieron los defensores más decididos, arma en mano, dispuestos a defender sus vidas y las vidas de los suyos a sangre y sangre. El más aguerrido de todos, el hijo del jefe, el que estaba llamado a regir los destinos de los suyos cuando su padre partiera hacia la muerte, fue quien cayó primero, después del viejo. Uno de los invasores, armado con una maza, le había asestado un duro golpe en la cabeza y el guerrero quedó como paralizado en el tiempo, inmóvil, de pie, con los ojos perdidos en una mirada horrorosa. De su mano cayó el arma, una tosca lanza de metal, y al instante, varios, muchos invasores se abalanzaron sobre él y lo descuartizaron, a golpes de mazas y a filo de hachas y de fierros. Quien acaso era el jefe de los invasores, se alzó con la cabeza del joven troceado y, enarbolándola con la mano que sostenía el arma, dejó salir de su interior estentóreos y fieros gritos de victoria, o de muerte, o de enajenación gozosa. De todas las chozas salieron todos los hombres. Unos, armados con palos y hachas; otros, con metales y puntas. Un nuevo combate dio comienzo. El clamor en la aldea devino rápidamente en furor de voces y de ayes. Todos los pájaros de la selva más cercana volaron al unísono, en un acorde de alas espantadas y agudos chillidos. Sobre la tierra, los cuerpos se trenzaron rápidamente en lucha, en el estrecho espacio del sitio. En el amasijo de cuerpos y cosas, los guerreros en lucha alzaron una nube de polvo que oscureció todo. Los perros volvieron a enloquecer, una vez más, e hincaban los dientes en las carnes de los invasores. La batalla duró lo que agota una fiera del bosque en rugir un par de veces. Al cabo del combate, los invasores se retiraron raudos hacia la floresta, abandonando las armas, los muertos y los heridos. Los aldeanos, una vez más victoriosos, remataron uno a uno a todos los heridos de la horda invasora, y despenaron uno a uno a los irreparables de entre sus propios hombres. Un guerrero joven, quien había jugado su pellejo en la vana persecución de los que hubieron huido hacia la selva, apareció por entre la floresta hacia el claro. Portaba en una mano, de regreso, la cabeza del hijo del viejo jefe. En silencio, entre el silencio de todos, el joven caminó hacia el viejo y ni bien hubo llegado al lado del notable, alzó la mano que sostenía la cabeza. El venerable compuso una mueca incomprensible y, tras girar su cuerpo, se marchó hacia el interior de su choza. Esa noche, los aldeanos encendieron fogatas en el claro, sobre las llamas de las cuales asaron la carne de los cavernícolas caídos en la refriega. Luego de comer aldeanos y perros, se embriagaron los hombres con el brebaje frutal que esa tribu resistente reservaba con celo nada más que para las jornadas sangrientas, a la hora de reparar en el estrago. Más tarde, cayeron en el sueño del veneno y del cansancio. Al alba, todos, hombres y mujeres, portaron sobre yacijas vegetales los cuerpos de los suyos hasta el río, a cuyas aguas los arrojaron, en medio de gritos y otros sonidos elementales que nadie podrá saber jamás si se trataba de exclamaciones de dolor, de llamados a los dioses o de vagos juramentos de venganza. De regreso en la aldea, amontonaron los restos mutilados de sus eternos enemigos, los hombres de las cuevas de la montaña nevada, y allí los dejaron, para que el sol y las alimañas del día dieran cuenta de esa carne en el día, y la luna y las sabandijas de la noche dieran cuenta de esa carne en la noche. El jefe, con gestos más que con palabras, dio una orden. Obedientes y dispuestas, varias ancianas tomaron cestos repletos de la fruta consagrada y se dieron a la tarea de machacar los frutos con palos, en los cóncavos fondos de los rústicos y gastados morteros de piedra. Cuando en el interior de los morteros los frutos devinieron maceración cabal, los hombres jóvenes, al paso de uno en uno ante los morteros y frente a las viejas, abandonando sus cuerpos al ritmo de un par de tambores, lanzaron sendas escupiduras sobre las porciones del mejunje. En unas pocas lunas, las entonces secas vasijas de cuero volverían a llenarse con la imprescindible pócima.

Lentamente, sol a sol, luna a luna, la fragancia de las frutas maceradas fue apagando el hedor, ese pesado olor de la muerte.


Alfredo Arri. Nov 2009

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