Borges, Cortázar y yo.
Haberme encontrado con la genialidad de Borges a los cuarenta años de mi edad, y a dos o tres años después de la muerte del poeta, nunca me avergonzó porque tenía la excusa perfecta: Borges había sido toda su vida un reaccionario pertinaz y yo había sido toda la vida un hombre de izquierdas. Uno vive tranquilo con sus explicaciones adquiridas. El prejuicio estaba explicado y de esa forma me daba el lujo de ignorarlo, o de negarlo. Ahora bien: resulta que a los sesenta y tantos de mi edad vengo a descubrir, no sé si la genialidad, pero sí la alta calidad literaria de Cortázar. Y resulta, además, que no me avergüenzo por mi tardío descubrimiento, a pesar de carecer, en este caso, de excusa alguna para no haber leído a Cortázar durante tantos años. Y la razón por la que no me avergüenza esa inexplicable demora, habida cuenta de mi pasión por la literatura, y habida cuenta de que Cortázar era un hombre del palo, para decirlo en forma coloquial, es sencilla: la edad por la que transito ahora es una en la que la humildad y la conciencia de la infinita ignorancia que le es propia a cada individuo y a la vez común a la especie, son bienes recientemente adquiridos. Y el goce de esos bienes me llena de orgullo. Si alcanzo los ochenta o cien años en lucidez, tal vez descubra la alta literatura o el genio de alguien a quien aun no he leído, o que acaso ni siquiera ha escrito aún. Este módico sentimiento placentero tal vez sea una de las formas de la esperanza, o de la fe.
Alfredo Arri.
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