sábado, 6 de febrero de 2010

Caricia.

Relatos.

Caricia.

Un relato de Alfredo Arri.

En marzo enterramos al tío de la Negra, el último de los tíos maternos que le quedaba. Era el menor de diez y habían venido de Italia todos juntos, en el 24, en el Principessa Maffalda, ese buque que se hundió frente a Río de Janeiro en el 27.

El tío Sandro tenía, cuando llegaron a Buenos Aires, unos seis o siete años y, como dije, era el menor de todos los hermanos. A los trece, los viejos lo metieron de aprendiz en una panadería y salió de la misma panadería jubilado como maestro panadero, a los sesenta y seis. Y cuando escribo aquí la misma panadería, es porque es la misma panadería. Pasaban los propietarios pero los peones de cuadra quedaban. Iban con el inventario. Y él quedó. Siempre. Toda la vida. Desde los trece a los sesenta y seis.

Después de jubilarse siguió unos años más en la misma panadería, trabajando en negro. Entraba a las diez, once de la noche, y regresaba a la casa a las siete y media de la mañana. Todos los días menos los domingos. El domingo a la mañana salía de la cuadra y regresaba el lunes a las diez de la noche. Así toda la vida. ¿La diversión? En su juventud, los domingos de fútbol con los hermanos. El conocido ritual de seguir a su equipo a todos lados. Y a la vejez, la partida de naipes con amigos en el club de los jubilados. Sé, también, que había hechos dos viajes de vacaciones con compañeros del sindicato; una vez a Córdoba; otra vez a Mar del Plata. Como te podés imaginar, nunca tuvo una novia. Si alguna vez pagó una puta, no lo sé. Pero novia, lo que se dice novia, no tuvo una jamás.

Medio la vida que llevaba, medio cierta cortedad de trato, nunca conoció mujer. Poco antes de su muerte me vengo a enterar que en su juventud había estado enamorado de una vecina, y que nunca se animó a decírselo. ¿Y vos sómo lo sabés?, le pregunté a la hija de la mujer de quien supuestamente el tío Alessandro había estado enamorado. Porque a mamá le había llegado el chisme a través de la novia de uno sus hermanos, me dijo. ¡Ah!, chismes. Chismes de barrio. Pero puede ser. Pudo haber ocurrido que se enamoró alguna vez; de esa mujer o de cualquiera otra, pero nunca lo sabremos ya.

Como dije, el tío de la Negra era algo corto de carácter. No le gustaban los chistes verdes y aun de viejo se ponía colorado cuando oía alguno de tono sexual. Se reía, sí; pero para adentro y poniéndose colorado. Cuando tiré sus cosas, una semana después de su muerte, entre ellas encontré sólo dos libros: un Evangelio en edición de bolsillo que seguramente le habían regalado alguna de sus hermanas, beatas de pura cepa; y una edición en rústica y versión resumida, muy amarillenta, de Los Tres Mosqueteros. Nada más. Ésa fue su vida. ¡Ah!, también encontré un sobretodo que hacía años que no usaba y los trescientos sesenta pesos de la última pensión de cuando todavía andaba bien. Ésa fue toda su herencia.

En sus años jóvenes era de mal vino, y más de una vez supo mostrar su vena agresiva encendida por el alcohol. Pero sólo de palabra. Nunca descarriló. Las hermanas le pegaban un par de gritos, lo mandaban a dormir la mona y ahí acababa todo.

Solterón y viejo, en sus últimos años se inventó como necesidad una serie de pequeños ritos que cumplía con una devoción casi religios. Cuando murió su última hermana cayó en una especie de desesperación senil que tuvimos que afrontar la Negra y yo. ¡Y, sí! ¿Quién si no? ¿Los otros sobrinos? ¿No dije que dejó en herencia la última pensión y un sobretodo? Sí, lo dije. Bueno, ahora agrego un detalle revelador: el sobretodo estuvo dos días en la calle. Ni los cartoneros se lo quisieron llevar de tan deteriorado que estaba. Pobre como una rata vivió… y pobre como una rata murió. Los demás sobrinos se borraon todos, ésa es la pura verdad.

Así que, ayudarlo a sostener esos ritos cotidianos fue una especie de carga extra que el destino nos dió a la Negra y a mí por hacernos cargo del tío. Que los lunes, tal plato; que los martes, tal otro… Que los jueves la quiniela. Rutinas.

Los sábados eran de pizza. Cuento una: todos los sábados, a las siete y media de la tarde, o la Negra o yo llamábamos a la pizzería para hacer el pedido. Sí, siete y media, cuando el pizzero recién se levantaba de la siesta y todavía ni había prendido el horno. Y que se la trajeran a las ocho, ¡por que si no…! A los meses, llamábamos a la pizzería y el tipo, del otro lado, ni nos dejaba hablar. Sí, a las ocho en punto, una grande de muzzarela, tal dirección, para el abuelo. Rutinas enfermizas.

Así estuvimos un año o más. Finalmente el tío cayó en la decumbencia. Entonces sí, me tuve que hacer cargo yo, porque la Negra… ya había enterrado a demasiadas tías en su vida y éste era varón, y maniático. Y pesado. Darlo vuelta para cambiarle los pañales era todo un trabajo. Para colmo, el pobre que no embocaba movimiento para facilitar la tarea. Había que tener fuerza. Y estómago, porque me pasé meses lavando dos veces al día las sábanas, y a mano. Ni loco iba a meter en el lavarropas de la Negra tanta mierda. Y las remeras también las tenía que lavar a mano, porque por más pañales que le pusiera…

Cuando la Negra y yo vimos que entraba en la etapa final llamamos a la obra social de los jubilados. No me lo querían internar. Señor: el abuelo se está muriendo; es mejor que muera en su casa, rodeado de los suyos.. No tiene a nadie, doctor; es mi tío político y no tiene a nadie. La Obra Social no está para eso, señor.

Para una segunda oportunidad me guié por consejos de quienes ya habían pasado por algo parecido y cuando el médico, después de revisarlo se sentó a escribir una nueva receta de esas pastillas de placebos que recetan para darle de comer a poderosas multinacionales, le dije: ¿Está escribiendo la orden de internación, doctor?. No, señor: el abuelo no tiene nada, se está muriendo nada más; nosotros no podemos hacer nada. Entonces aguardeme un segundo que voy a llamar a la policía. Quiero hacer una denuncia. Vaya dejándome número de matrícula y todo eso… Está bien; yo se lo interno; pero le van a meter un suero y en un par de días se lo devuelven. Eso usted lo sabe.

Así dos veces o tres veces. Finalmente murió.

Lo vivido con el tío Alessandro en sus últimos meses me dejó dos experiencias que no dudo en calificar de extraordinarias. La primera surgió a raíz de tener que afeitarlo, dos veces a la semana. Afeitar una cara ajena para quien no es barbero es toda una historia. Sobre todo un rostro lleno de pliegues y arrugas. Era tarea difícil. Pero al poco tiempo me hice práctico y sobrellevaba ese trance con alguna facilidad. Lo extraordinario era la ansiedad con que el tío Sandro esperaba ese momento de la afeitada. Se le iluminaban los ojos como a un chico que está por recibir un juguete. No disimulaba la alegría. Aunque ya entonces le costaba coordinar los movimientos, se esforzaba por hacer las muecas que uno hace frente al espejo al afeitarse, como queriendo facilitar la tarea. Y después de quitarle los restos de la crema de afeitar con una toalla, yo me tiraba perfume en las dos manos y luego le pasaba las manos por el rostro recién afeitado, para que el alcohol diera en las pequeñas heridas que inevitablemente le producía. Y entonces un día me dí cuenta que esa maniobra era para él como una caricia. Y una noche, mientras cenaba, así, de golpe, comprendí que esas caricias bien podían ser las únicas que había recibido en toda su vida. Y en mi recuerdo está hoy, devenida caricia amorosa, levemente sensual, lo que no era más que una maniobra higiénica. No sé muy bien por qué, pero me siento feliz de haber hecho tal cosa.

Y la segunda experiencia extraordinaria fue oirlo balbucear en sus últimas horas de vida. Una nochecita caí por el hospital cuando ya estaba muy mal y le hice las preguntas formales de rigor. Nada. Hablaba, pero ya no era a mí a quien hablaba; ni siquiera me reconocía. De su boca no salían otras palabras que las de su dialecto friulán, al punto que con sus manos al aire quería señalar andá a saber qué cosas. ¿Y qué tenía de extraordinario eso?, se preguntará mi benévolo lector. Lo extraordinario era que el tío Alessandro nunca hablaba en friulán. Ni siquiera lo entendía cuando lo hablaban sus hermanas. Nunca. Y compartí con ellos cuarenta años; sé lo que digo. Nunca lo habló; no lo sabía; lo había olvidado. Lo había olvidadado hasta esa noche, la última de su vida.

El que esa noche hablaba por la boca del tío Alessandro era un chico de cinco o seis años, que acaso estaba mirando con asombro las montañas de Udine, lejos, muy lejos de una miserable cama de un miserable hospital en el culo del mundo.

Cuando abandoné la habitación esa noche le di unos pesos al enfermero. Tomá, Angelito -le dije-, ni bien el tío se entregue, llamame por teléfono. No te calentés por la hora.


Alfredo Arri.

o0o

No hay comentarios:

Publicar un comentario