miércoles, 24 de febrero de 2010

El macho Alpha.

Relatos.

El Macho Alpha.
Un relato de Alfredo Arri.

Está bien; es cierto: Los hermanos estaban en su propia casa y todos los otros éramos extraños en ese sitio. Ésa es una circunstancia conveniente. Y podría ser hasta determinante. Pero no lo era en este caso: Ella, Susana, era la más linda de todas. Y Carlos, su hermano, era el más resuelto de todos. Así que, si durante todo ese día de fiesta Carlos fue el jefe de la circunstanciada pandilla de chicos que se armó; y Susana la reina entre las chicas, ello fue por los propios méritos de ambos y no por la mera circunstancia de hallarse ellos en terreno propio.

Andábamos todo el piberío entre los doce o trece años de la edad. Tal vez había alguno de catorce, seguramente un par de diez. Éramos una barra. Quince a veinte varones y unas diez chicas. Salvo Carlos y Susana, y algún otro par de hermanos entre los invitados, no éramos parientes entre ninguno de nosotros. Yo había sido llevado hasta ese lugar por unos tíos con quienes había estado viviendo durante un mes.

Sucedió que la epidemia de polio había hecho estragos en Buenos Aires; la peste había tocado a un primo mío que vivía en la misma casa que yo. Así que mis padres decidieron que mi hermana y yo pasáramos un tiempo lejos del inquilinato donde nosotros, mi primo afectado y otros chicos vivíamos. A mí me tocó quedarme en casa de mi tío Felipe, quien tenía un aserradero en La Matanza; o en las afueras de La Matanza, que por aquellos años era casi campo.

Ese mes en la casa de los tíos lo pasé bien, pero la verdad es que me aburría. Yo tenía una edad en la que los amigos de la escuela o de la calle eran una parte muy importante de mi vida y esa ausencia la sentía. Mis primos, por otra parte, eran mayores que yo y nunca estaban en la casa. Así que cuando el tío Felipe me dijo que habíamos de pasar el 9 de Julio en la carpintería de uno de sus clientes, donde habría un gran asado, me alegré. Eso, al menos, rompía la rutina.

En los asados del 9 de Julio, en aquellos años de antes del 55, era común que en las fábricas se reunieran los patrones y sus obreros, con sus familias. Los festejos por la Independencia nacional eran una excelente excusa para la confraternidad entre clases. ¡Cosas de la época! Como fuere, ese 9 de Julio partimos muy temprano, casi al amanecer, en el camión del tío Felipe, hacia una fábrica de muebles de uno de sus clientes. No viajamos mucho tiempo. Creo que ese galpón poblado de sierras y tornos, invadido por un fuerte olor a maderas y barnices estaba también en el Sur, aunque no recuerdo dónde.

Sí recuerdo que el galpón y la casa de su propietario (los padres de Carlos y Susana) ocupaban uno de los diez o quince lotes que tenían alguna edificación en esa manzana. Los demás eran terrenos baldíos, la mayoría sin alambrar. Había para potrear por donde uno quisiera, como habría dicho una abuela.

Cuando llegamos ya había unos cuantos obreros de la fábrica, con sus familias. El arribo de otros fue constante durante las primeras horas de la mañana y al poco rato había como cien personas.

En el galpón, entre las máquinas y los pilones de tablones, se había armado una mesa larga con caballetes y tablas. De punta a punta, la larga mesa estaba cubierta con papeles blancos de panadería, a la manera de manteles. Sobre esa humilde mantelería, una ordenada fila de platos y vasos esperaba la hora de la comida y del aplauso a los asadores. La madre de Carlos y Susana debía ser una ama de casa que se permitía ciertos lujos: La mesa abundaba en vasos altos con flores, lo que para el invierno pleno era un poco extravagante. Entre los floreros, esperaban también las canastas de mimbre con el pan. Un pan de fonda grande, dorado, bien choricero, cuya vista me despertaba las ganas de tomar uno. Pero no me atreví.

Al aire libre, más precisamente en los terrenos del baldío de al lado, habían sido montadas unas parrillas descomunales, cerca de las cuales, al momento que llegamos con el tío Felipe, ya había unos hombres preparando el fuego. Generosas bolsas de viruta estaban a la mano de los hombres quienes a dos manos echaban sobre un fuego a esa hora ya vigoroso. Centenares de tacos de madera noble habían sido apilados con destino de hoguera. Ese asado patriótico había de ser, pues, a pura leña.

Ni bien entramos en la casa, el tío Felipe fue en busca de su cliente y anfitrión. El dueño de casa estaba al lado de una mesa que se había colocado cerca del fuego y sobre la cual esperaban toneladas de asado y centenares de chorizos. El hombre estaba de pie, junto a esa mesa llena de carne, prodigando sonrisas. Hombre alto y bien parecido, mostraba un talante que hoy evoco, digamos, como propio de un marchant a la puerta de su galería el día de la inauguraicón de una muestra importante. Mi tío me llevó hasta donde estaban el hombre, las costillas de vaca y los chorizos, y me presentó a su cliente.

-Alfredito, el hijo de mi hermano Emilio. Lo tengo de inquilino en casa.

-Ah...! ¿Este es el pibe que...?

-Ahá.

-Sos pintón como tu tío, pibe; tenés la famosa sonrisa gardeliana de él... Tu viejo debe ser igual. Andá, andá a jugar nomás. Mirá todo el lugar que hay para jugar al fútbol. Te gusta el fútbol, ¿no? ¿De qué cuadro sos?

-De Vélez, señor.

-¡Ja! ¡Ja!. ¡De Vélez! ¡Como Felipe! Seguro que tu tío te hizo de Vélez. Hay que ser de Boca o de Ríver, che... De Vélez... pero ¡qué cosa!..

Dejé a mi tío Felipe con el dueño de la carne y los chorizos. Sus comentarios no me habían molestado. Ya estaba acostumbrado. A pesar de mi corta edad de entonces, ya había aprendido una de las verdades de la vida: el mundo está lleno de personas incapaces de entender que alguien podía no ser de Boca, o de Ríver.

Mi tía ya se había sumado a un grupo de mujeres. Fui hacia donde ella, echándole de nuevo una mirada a las bandejas del pan. El humo había ganado buena parte del espacio interior del galpón y el clima de asado se enriquecía poco a poco.

Al principio, los chicos no nos separábamos de los padres, en mi caso de mis tíos. Nos echábamos miradas a distancia pero no nos resolvíamos a tomar iniciativas. Al rato, cuando los mayores comenzaron a decir: Andá, andá a jugar. Mirá: aquél está solo, arrimate, nos fuimos animando y comenzamos a acercarnos. Tímidamente, claro.

De pronto apareció Carlos. Era patente que acaba de levantarse de la cama. Eso ya era un signo: el tipo tenía un revuelo en la casa, seguramente desde las primeras horas del día, y sin embargo había dormido como un tronco hasta las diez. Era un signo. ¿O no?

Pasó decidido por entre las personas que, en grupos de cuatro o cinco, esperaban la hora de sentarse a la mesa. Saludaba a algunos, así, al paso y nada más que con ademanes. Con idéntica desgana tomó un panazo de una de las bandejas que estaban sobre la larga mesa: le arrancó un pedazo de un mordisco y se puso a masticar. Lo hacía con los modos de un portuario a quien le han dado diez minutos para comer. Estaba despeinado; para aquella época, tal descuido era menos una muestra de rebeldía que una de picardía. De tez aceitunada, era rubión y un mechón color amarillo pajizo le caía sobre la frente. Tenía ojos claros, tal vez de color gris. Era alto, y bien formado. No sé si era mucho mayor que yo. Tal vez un año, no creo que más. Al llegar a mi lado, se detuvo y después de arrancar otro pedazo al pan de una dentellada, dijo, con la boca llena:

-¿Cómo te llamás?

-Alfredo.

-Yo, Carlos, vení, seguíme.

Así, grupo tras grupo, como un ovejero con el rebaño que que debe regresar a las casas, en poco tiempo reunió una banda que terminamos por agruparnos en el baldío de al lado, más allá de las parrillas. Hacía frío, pero el sol era radiante, como corresponde a un digno Día de la Independencia; sol radiante que en aquellos años, como es fama, era digno, además, de un día peronista.

Rápidamente armamos dos equipos para el fútbol. Carlos, y otro que él mismo hubo designado, ejecutaron el pan y queso para elegir. Ganó Carlos y al primero que eligió fue a mí. Yo me puse a su lado de inmediato y recién ahí me preguntó:

-¿De que jugás?

-De siete.

-¿De siete? O sea que de meter goles, vos, nada. ¿Sabés cabecear?

-Y...

-Ta bien. -Entonces gritó:

-Alfredo va de siete. ¿Hay alguno que juegue de nueve?

-¡Yo! -gritó un gordito cuya cara redonda era capaz de armar una risa contagiosa en segundos. Precisamente con esa risa había lanzado su ¡Yo! ¿Quién se le podía negar? Carlos se rió:

-Gordo, espero que metas goles con las patas, porque con la cabeza... como no te venga la pelota... ¿Cómo te llamás?

-Carlos.

-Carlos qué.

-Carlos..

-No sirve: Carlos soy yo. A vos te vamos a llamar Troilo, ¿Tá?

Carlos el gordito lanzó una risotada de ésas y al punto con las dos manos fintaba la figura de un bandoneón. Poniendo cara de Troilo, lanzó un increíble:

-Chan chan.

La risotada general me transparentaba que ésa había de ser una jornada de felicidad. Módica felicidad de chiquillada de barrio, pero felicidad al fin.



Con los años, cuando uno mete para siempre en la cabeza conceptos que lee o escucha, incorporé el del macho Alpha. Recuerdo que cuando me topé por vez primera con esa noción, inmediatamente me vino a la mente el recuerdo de Carlos. Entonces me resultó evidente que él, en aquel día que ahora relato, había asumido de por sí ese papel, y que todos los otros lo habíamos aceptado sin cuestionamiento alguno. Aquella improvisada barra había sido como una manada de felinos, o de monos. Cachorros, pero fieras de todos modos. Y Carlos fue en ella, sin duda, el macho Alpha. Desde el primer momento dirigió todo, mandó todo, organizó todo, dispuso todo. Y todos nosotros obedecimos todo. Había sido así de sencillo. Y Carlos no nos defraudó. Como cabecilla, supo hacerse ganar el respeto de todos.

Susana, por su parte, había de cumplir con las chicas un papel equivalente al de su hermano, pero con los modos de las chicas. Era ella quien llevaba la voz cantante entre ellas. De todos modos, chicos y chicas nos mantuvimos separados la mayor parte del tiempo. Lo nuestro era el fútbol, la guerra, las transmisiones de turismo carretera, Tarzán, la búsqueda del tesoro, los piratas; en fin, todos aquellos juegos que en esa época eran corrientes entre los varones de nuestra edad. Lo de ellas, en cambio, era lo de ellas. Que no sabíamos qué, pero que era diferente. Más aunadas, más silenciosas. En fin, cosas de chicas...

A pesar de esta circunstancia, chicos y chicas nos cruzábamos a veces. A la hora de comer, o cuando íbamos hasta la casa a tomar agua de la bomba, o cuando íbamos al baño. En cada una de las ocasiones en que me crucé con Susana nos prodigamos miradas que eran, ¿cómo lo diré?... sostenidas. Eso es: sostenidas. Creo, como creía entonces, que tal actitud firme era en ella lo habitual porque sus ojos, claros como los de su hermano, tenían esa mirada de las bellas que... En mi caso no era lo corriente; a mí normalmente me costaba sostener la mirada, sobre todo con las chicas. Pero no me sucedía lo propio con Susana. Si ella me miraba con una mirada firme, yo la miraba a los ojos con otra más firme todavía. No nos cruzamos muchas palabras, pero sí miradas. Y las mías no estaban dirigidas solamente a los ojos de ella. No, claro que no. Las mías iban a toda ella; y ella, como toda chica, como toda mujer, lo advertía. Era bonita de pies a cabeza. Rubiona de tez cetrina y ojos claros igual que Carlos. Alta, delgada y bien formada. Me gustaban sus piernas que eran largas y estaban cubiertas por un vello de color cobre, sutil, sutilísimo, que sólo los rayos del sol permitían advertir. Y no podía evitar de mirar hacia sus pequeños pechos, notoriamente duros, atrevidamente marcados en un conjunto de punto, de color rosa, que era la moda entonces. Sí, Susana me atraía. ¡Claro que me atraía! Tal vez por eso sostenia mi mirada de una forma desacostumbrada para mí. Quería que lo supiera. Y como no podía decírselo con palabras (o no me hubiese animado a decírselo con palabras) tenía que decírselo con la mirada.

Lo cierto fue que a las horas de la tarde, desde los terrenos en que los chicos vencíamos a los alemanes y a los japoneses a pura granada y trinchera por trinchera, yo echaba de vez en vez una mirada hacia donde estaban las chicas, nada más que para ver la silueta de Susana. Llegué a fantasear que la besaba. El beso ya era experiencia para mí. Con Mirta, una vecina del barrio, nos habíamos besado dos o tres veces en las nochecitas de Villa del Parque. Y otras dos o tres veces, en el Gran Bijou o en el Sol de Mayo, yo había logrado meter mano entre sus ropas. En otras palabras, aquel 9 de Julio, ante la vista de Susana, me sentía... ¡fogueado!.

Sí, claro que sí; me río ahora al recordarlo y hasta podría decir que me sonrojo al escribirlo...

Las tardes del invierno cicatean esa dulce morosidad de sol y el anochecer suele ser precoz. Ya por la declinación del sol, ya porque el cansancio nos ganaba, los juegos comenzaron a ganar en quietud. Poco a poco nos fuimos arrimando a la casa. En el galpón, no parecía que nadie fuera a marcharse. Grupos de hombres jugaban cartas; y rondas de sillas ocupadas por mujeres molían la alegre conversación mujeril. Había risas en todos, hombres y mujeres. El tío Felipe y la tía Julia estaban radiantes. Sus propios hijos, mis primos, quienes eran mayores que yo, no habían querido ir a ese asado. Ya empezaban a tener sus vidas, Ambos noviaban. De modo que los tíos parecían estar disfrutando esa tarde de una recuperada intimidad. Reían a sus anchas y la tía Julia, en cada oportunidad en que yo me había acercado a la casa me preguntaba cómo estaba. Yo le respondía que bien y todos seguíamos con lo de cada quien. Estaban felices ellos también.

Hubo un momento de ese atardecer en que nos encontrábamos todos los de la barra reunidos en la calle, donde estaban estacionadon los camiones. Había varios, pero cerca de la puerta de la casa estaban el del padre de Carlos y Susana, que era uno de caja playa y el del tio Felipe que tenía la caja con altas barandas y techada con lona. Las chicas estaban reunidas adentro de la caja del camión de mi tío. Entonces sucedió lo impensable. Algo que ni en mi más estúpida fantasía me habría atrevido a imaginar. En un momento, Carlos, quien había subido al camión un rato antes, saltó desde la caja al piso. Se dirigió hacia donde nos encontrábamos y ordenó que nos pusiésemos en corro, a la manera de los jugadores de rugby. Entonces, con la voz más baja que pudo improvisar (lo que para él era notoriamente un esfuerzo) dijo, así como lo escribo ahora:

-Las chicas están de acuerdo: vamos a coger.

Yo (y hoy puedo jurar que los otros tampoco) no entendía nada. Mejor dicho, había entendido; habíamos entendido, pero no podíamos creer lo que acabábamos de escuchar. ¿Coger? ¿Este tipo sabe lo que está diciendo?. Tan habrá sido así que en esa ocasión Troilo no fue capaz de armar su famosa sonrisa. Yo miré a todos, uno por uno, a la cara, como buscando una explicación que evidentemente nadie tenía. Un par de pibes dijeron casi a coro: ¡Chau, yo me voy!, y al punto se dieron la vuelta para retirarse a la casa. Carlos los paró en seco y con el índice en el aire, blandiéndolo entre las narices de ambos, les dijo:

-Ojito, eh. Ni una palabra a nadie. El que cuenta algo de esto lo cago a trompadas, ¿ta?

-Está bien. -dijeron los prevenidos tras lo cual se marcharon. Un tercero llamó a su hermana por el nombre, que se encontraba en el camión y le ordenó que se bajara. La chica bajó de inmediato y se fue, junto con el hermano y los otros dos, hacia el interior de la casa.

Carlos volvió a juntar el corro y dijo:

-Somos más pibes que pibas, así que vamos a hacer así: ellas eligen, una por vez. Los que quedan sin elegir, se rajan. Y... no hace falta que lo diga, ¡ni una palabra a nadie! Al que dice algo de esto le rompo la cara a trompadas. Los demás, nos vamos cada uno a...

Carlos siguió dando instrucciones. Designó los sitios donde iría cada quien. Él se reservó la caja del camión de mi tío Felipe. A dos, les asignó las dos cabinas. A los otros, sendos sitios. A mi me tocó detrás de una pila de ladrillos que se alzaba en un terreno de enfrente donde había una casa a medio construir.

¡Yo escuchaba cada una de esas instrucciones y no lo podía creer! En dos o tres oportunidades lancé la mirada hacia el camión, donde estaban las chicas. Ellas estaban juntas, asomadas sobre la puerta de la caja. Pude ver el semblante de cada una de ellas, los cuchicheos, las miradas inquiertas de todas, las miradas temerosas de algunas; todo ello me daba la pauta de que la cosa iba en serio. Más aún, tuve el convencimiento de que la idea había partido de ellas. Por mis adentros me repetía: ¿Coger? ¿Cómo que coger? ¡esto no puede ser! Sin embargo, poco a poco acomodé mis pensamientos. Recordé que una de mis debilidades era tomar todo en el sentido literal. Un poco lentamente, acabé por interpretar que Carlos había elegido esa palabra porque era su forma de hablar; pero lo que había querido decir era que íbamos a... franelear, por decirlo de una. Era lo común a nuestra edad. Eran, para decirlo con lenguaje de hoy, nuestras pretensiones de máxima; era lo que chicas y chicos esperábamos de ese tipo de encuentros. Estaba claro. Así que poco a poco fui saliendo de esa suerte de estado de shock que el anuncio de Carlos me había producido. Me fui tranquilizando; pero por otro lado nacía, creciente, otro tipo de inquietud: ¿Y si no era elegido? ¿Y si la que me elegía no me despertaba nada?

Mientras seguía metido en estos pensamientos Carlos, el macho Alpha, seguía con sus instrucciones. En realidad, las repetía. Y lo que más repetía era la advertencia: al que diga algo lo cago a trompadas. Finalmente terminó su cháchara con esta noticia:

-La Carmen es para mí.

Después de decir eso, trepó de nuevo al camión. Se perdió en la oscuridad de la caja, llevando consigo a las chicas. Al cabo de un momento apareció al borde de la puerta de la caja. Quedó ahí parado, mirándonos como el que te dije mirando a sus descamisados desde el balcón de la Rosada. Luego tomó el brazo de una morenita de trenzas, bajita, que llevaba un gracioso vestido rosa con dibujos blancos.

-Troilo -dijo Carlos; tras lo cual hizo un gesto que no podía significar otra cosa que ésta: la negrita es para vos.

El Carlos de la risa contagiosa estaba a mi lado. Me aturdió cuando lanzó su grito de alegría. Su sonrisa habitual le anudaba ambas orejas y tan rápido como se lo permitía su humanidad se acercó al camión para tomar la mano de la morenita que bajaba. Carlos, el macho Alpha, volvió a contagiarse de la sonrisa de Carlos, el centrofoward, y a éste le dijo:

-Te lo merecés, Troilo, por los cuatro goles que metiste.

-¡Cinco! -rectificaron a coro dos de los pibes, mientras el Carlos Troilo se iba con la morenita hacia la cabina del camión playero.

Se siguió con la asignación. Una a una se formaron varias parejas. Finalmente, Carlos apareció con Susana y sin decir palabra, nada más que con gestos, me dio a entender que Susana... ¡me había elegido a mí! Mi corazón no cabía en el pecho. Latía como nunca antes lo había percibido. Susana, allí parada, al lado de su hermano, mostraba en el rostro una serenidad extraña, dulcemente extraña. Ella comenzó a bajar. Desde abajo, la vista de sus piernas me exaltó aún más. Sentí deseos de pellizcarme para ver si se trataba de un sueño. Me acerqué para ayudarla a poner pie sobre la tierra. Carlos se volvió para dirigir la mirada hacia el interior del camión y, dirigiendose a una Carmen seguramente agazapada entre las arpilleras del camión del tío, dijo: Esperáme, ya vengo; tras lo cual bajó después de Susana.

Yo la tomé de la mano y comenzamos a caminar hacia el cruce de la calle. Pero en ese momento Carlos dijo.

-Vení, Alfredo, que tengo que decirte una cosa.

Yo me acerqué hasta él, quien se había colocado en la vereda, cerca de la puerta de la casa. No tenía la menor idea de qué cosa había de decirme. Pero él era el jefe y yo no podía desentenderme de la orden. Solté la mano de Susana, cuya mirada era más prometedora que la bola rodando en la ruleta y di los cuatro o cinco pasos que me separaban de Carlos. Cuando estuve a su lado, él se inclinó, con los modos de quien anuncia que está por decir algo que no quiere que otros oigan. Cuando su boca estuvo a un palmo de mis narices, me dijo, así nada más:

-Le tocás un pelo a mi hermana y te rompo el culo a patadas. ¿Entendiste?

Respondí. Respondí algo que debió de ser un murmullo. Estaba atónito: El caudillo, el guía, el jefe, el que se había ganado el respeto durante toda una jornada de repente rompía las reglas. ¡Y justo a mí!

-¿Entendiste? -repitió, pero esta vez en un tono decididamente amenazador.

-Sí. -repetí a mi vez, esta vez con más firmeza en la voz.

-Ta bien. -dijo, y al punto me regaló un sopapo. Uno benigno, entre cariñoso y malévolo, pero sin duda humillador. Luego trepó al camión y se perdió en la oscuridad del interior de la caja.

Atónito aún, tomé la mano de Susana. En silencio cruzamos la calle y en silencio nos dirigimos hacia la casa en construcción. Mi corazón latía con más fuerza que antes. Mientras en mi pecho sentía los golpes del corazón, en las yemas de mis dedos; en la palma de la mano, sentía la cálida piel de Susana. Caminábamos sin decirnos palabras. A cada paso, miraba de costado sus pequeños pechos que parecían querer reventar el conjunto de punto. El recuerdo de los momentos pasados con Mirta, encarecido a la vista de los dones de Susana, me provocaba la imaginación de dulcísimas caricias. Me llegaron, incitadoras, las primeras fragancias de su aroma. Mi corazón latía con más y más prontitud. También me resonaban en la cabeza las palabras amenazadoras de Carlos...

Por fin llegamos al pilón de ladrillos. La luz del alumbrado público de la calle del fondo nos llegaba como una tenue fosforescencia. Como si la industria de los hombres y el pogreso nos hubiesen compuesto una luz de luna para aquella noche sin luna.

Antes de rodear la pila de ladrillos, me di media vuelta para mirar hacia la casa, hacia el camión del tío Felipe. Luego volví el rostro hacia Susana:

-Vení, seguíme. -le dije.

Cuando finalmente rodeamos el pilón, Susana se decidió a hablar. Algo de descaro habría en mi rostro porque ella, mirándome con sus ojos claros que en ese instante transparentaban vacilación, perplejidad, me pregunto:

-¡Qué! ¿Por qué esa sonrisa?



Alfredo Arri.

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