domingo, 28 de febrero de 2010

Esa hermana muy hermosa.

Relatos.

Esa hermana muy hermosa.


El hombre, cansado, bajó del tren. Era sábado, y la semana había sido agotadora. Aun le faltaba caminar las nueve cuadras hasta su casa. Pero antes, seguidor de sus propias rutinas, decidió ir por la copita de ginebra que todos los días tomaba ni bien bajaba del tren. Era algo así como el sello de clausura de cada jornada. Albañil desde los quince, y pisando ya los sesenta, gozaba de sus retornos a casa como nunca antes. Soñaba con la jubilación. Sabía que de todos modos tendría que hacer algunas changas después de la jubilación, pero no habría de ser lo mismo...

Sus hijos ya habían volado del nido, pero de cuando en cuando la casita que él mismo había levantado en treinta años de paciencia y fatiga se alegraba con el deseado barullo de algún nieto de los muchos que tenía.

Entró en el boliche del turco Jaime, que estaba a dos cuadras de la estación. La copita de ginebra era allí unos centavos menor que en la pizzería de frente a la estación. El pibe que ayudaba al bolichero le sirvió la copita sin preguntar, después de saludarlo. El hombre tomó con sus ásperos dedos la pequeña y panzona copa de vidrio gordo, con el denso y transparente líquido hasta el borde. Con buen pulso, la acercó hacia sus labios y, ni bien logró besarle el borde, con movimientos de cabeza y manos mil veces repetidos, bebió el trago de un solo empujón. Después chasqueó, dejó la copa sobre el mostrador y alzó la mirada hacia el televisor. Las imágenes del terremoto de Chile se sucedían en el canal de noticias. Los demás parroquianos miraban las imágenes, en silencio.

En algún momento, una voz de la televisión dijo que el terremoto había derrumbado un muro de una cárcel y doscientos presos aprovecharon la ayuda de la madre tierra para fugarse sin más. Varios de los parroquianos soltaron sus risotadas ante los comentarios chuscos que la noticia había provocado entre ellos.

El hombre pagó la copa, tomó el bolso que había dejado a sus pies, saludó y se fue.

Minutos más tarde entraba en la casa. Su mujer estaba en la mesa de la salita, con el mate sobre la mesa y el televisor encendido. Chile y su tragedia continuaban en la pantalla. Luego de cambiar las cien mil veces oídas y olvidadas palabras del saludo, ella hizo la pregunta retórica: ¿Viste que desastre lo de Chile? ¡Cómo no verlo!, respondería cualquiera.

Entonces el hombre, mostrando una sonrisa amplia, nacida desde lo más hondo de su humanidad y que acaso fuera la primera de esa clase que practicaba en mucho tiempo, dijo: ¡Sí: Y se escaparon no sé cuántos presos de una cárcel!

La mujer, tras decir que sí, que ella también lo había oído, rió con él, y como él. Un minuto después, ante las imágenes del desastre que el terremoto había producido en las infraestructuras de Chile, y las imágenes de los circunstanciados rostros de los afectados por la calamidad, ambos, ella y él, desarmaron sus sonrisas. Ella alzó un barzo; la mano llevaba un mate. Él lo tomó. Todavía tenía el regusto de la ginebra cuando chupó de la bombilla el mate dulzón.

De alguna manera vaga pero intensa, el hombre se dio a juzgar que si Dios había obrado el terremoto en Chile como un acto de justicia para con los presos de una cárcel olvidada en la periferia del mundo, el precio había sido demasiado alto. El viejo albañil concluyó: Dios es para sus demoliciones tan chapucero como lo ha sido para sus construcciones.


Alfredo Arri (Theodoro)

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