Eso de andar componiendo cuentos más o menos pulidos, poesías más o menos dignas de ser consideradas tales para quien las lea; más el compromiso de atender un par de blogs alimentándolo con entradas más o menos interesantes; todo eso, amigo lector, cansa. Así que cuando estoy en esa tarea de arreglármelas con las palabras frente al monitor y el teclado, a veces me tomo un recreo y juego con ellas. Pasatiempo adolescente que uno conserva de una adolescencia hace tiempo perdida.
Sí, juego con las palabras y compongo sextillas con versos octasílabos. Las reglas que me autoimpuse son tres:
Primera: ultilizar rimas perfectas. Pero, a veces, las menos, me estanco en alguna palabreja con escasas rimas y recurro a las otras, a las asonantes.
La segunda regla autoimpuesta es la de componer sextillas chuscas. Pero, otra vez a veces se dispara y queda algo serio. Que poco valdrá porque ya se sabe que con esos versos son poesías de … arte menor. Pero me gustan y quedan.
Ejemplo de ésta última, que me sirve de presentación y como tal la uso:
Mi padre amaba a los libros como amaba a las mujeres. Yo cumplí con mis deberes de buen hijo y heredero. No heredé mucho dinero pero sí los dos placeres.
Pero, repito, como la idea es tomarme un recreo y jugar, apunto a la estrofa festiva, grotesca, humorística.
La tercera regla autoimpuesta es mantener el buen gusto. De nuevo: a veces… no lo logro. Pero la mayor parte de las veces sí.
Ejemplo, la última, escrita esta mañana, una auténtica tontería (de la que me enorgullezco)
Oftalmólogo de ley es mi tío Juan Roberto. Un paradójico entuerto tiene mi tío oculista, quien, nacido en Bella Vista ejerce en Venado Tuerto.
En fin. Algunos resuelven crucigramas; otros, juegan al scrabble. Yo juego con las palabras de esta manera. Me divierte. Compuse… miles:
Compuse unas mil sextillas algunas con buena estrella. Áura tengo una querella de migo conmigo mismo: Pregunto sin eufemismos ¿qué carajo hago con ellas?
Bueno, resolví qué hacer con ellas: las voy metiendo aquí en cada ocasión que el cansancio de mis escasas y gastadas neuronas me pida un recreo.
Otra muestra que reune las tres condiciones: rima perfecta, humor y buen gusto:
Do fueres haz lo que vieres dice otra vieja sentencia. Pero asigún mi sapiencia a veces duele el axioma: el que pasó por Sodoma lo sabe por experiencia.
Alfredo Arri (Theodoro)
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sábado, 23 de enero de 2010
Reflexiones insubstanciales.
Cielo.
A veces me pregunto si el cielo es realmente tal como lo vemos, o lo que vemos no es más que una ilusión obrada por la imperfección de los sentidos. Sé, no se me escapa, que esa pregunta es nada más que una forma, si se quiere poética, si se prefiere cándida, de la gran indagación sobre el misterio del cosmos, o de la vida. Sé, no ignoro, que todas las respuestas posibles son válidas: El cielo es lo que nuestros sentidos nos dicen que es; el cielo no es como nuestros sentidos nos cuentan que es; el cielo no nos deja saber como es; el cielo no es. Y sin embargo, estas múltiples respuestas válidas; esta verdad única e inaccesible, despedazada en fragmentos sucesivos de saber o no saber, no sorprende para nada. Lo verdaderamente sorprendente es que el cielo nos apabulla con su belleza en las radiantes tardes límpidas, o con idéntica intensidad nos amenaza con su fiereza en las convulsas noches de tormenta. Nos insolenta con el sol y nos provoca con la luna. El cielo podrá ser, o no ser. Ése es el arcano. Pero, afortunadamente, bajo él transcurren nuestras vidas. Hoy, en la tarde del diecisiete de noviembre del año dos mil ocho del Señor, Buenos Aires tiene el cielo más luminoso, más límpido, más bello de todos los tiempos, de todos los mundos. Con saber eso me basta.
Dame, cielo celeste, dame un límpido adiós, que si mañana regresas, celeste cielo, si mañana regresas, aquí estaremos, los dos.
La sola expresión el gol de Caniggia a Brasil es suficiente para que millones de argentinos sepan a qué momento de la historia futbolera me he de referir en esta entrada. Pero, vamos, seré generoso con los amigos de otras latitudes de las Américas y de España y explico antes qué significa, exactamente, “el gol de Caniggia a Brasil.”
Mundial Italia 1990. Argentina defendía el título México 86. Nuestra selección había ido a Italia con un doble compromiso: Por un lado, la obligación moral de defender el título, ganado con espectacularidad ontológica en el estadio Azteca cuatro años antes, con El Gol del Barrilete Cósmico frente a los Ingleses y El Gol de Burruchaga (el tercero y decisivo) en la Final. Y por otro lado: vencer a Italia, aspirante al título, que era local. Italia, nación en donde Diego Armando Maradona, el artífice del triunfo en México, era por aquellos años una estrella universal que lucía la camiseta del Napoli.
Los italianos ricos del norte, que desprecian a los italianos pobres del Sur –y Napoli es la Italia pobre- alentaban la ilusión burguesa de que Diego Armando Maradona no brillara en ese campeonato, pues éste estaba signado por los hados –y las estrellas que compra el dinero- a Italia. Alentaban la peregrina idea de que ese morocho sudamericano se comportara como un buen chico agradecido por los millones ganados. Nadie escupe la mano que da de comer, dicen los amantes de tener esclavos de su dinero.
Y por su parte los napolitanos, en el fondo de su corazón, deseaban que Diego Armando Maradona, el Maradona que le había devuelto la gloria futbolera al Sur, no jugara para el dinero de la rica Italia (ya había despreciado el dinero de Silvio Berlusconi del Milan), sino para sus compatriotas de Fiorito, para los infelices chicos de Fiorito a quien solo la pelota podía sacar del infierno. Internacionalismo futbolario… ¿`tendés?
Pero había que llegar hasta la instancia Argentina-Italia. No era sencillo. En el camino estaba Brasil. ¡Ah, Brasil… Brasil! Había que pasar por ésa antes. Brasil, eterno rival…. ¿regional? ¡No! ¡Nada de eso! ¡Mundial! La rivalidad argentino-brasileña es mundial: es, sencillamente, a ver quién “el mejor del mundo”, “o maior do mondo”. ¡Casi nada!
Así que en Italia 90, a Brasil había que ganarle sí o sí (como siempre, pero más que como siempre).
Pero resultó que los brasileños demostraron esa tarde que ellos, y no nosotros, eran los mejores del mundo. ¡Qué baile que nos dieron, por Dios! Nos tuvieron en un arco y sólo Dios (que movió los travesaños y los postes) sabrá por qué no quiso que nos fuéramos al vestuario con un varias pepas adentro. .
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Los brasileños, todos adelantados. La pelota tenía que entrar de una buena vez y los amarillos estaban todos en ésa. En una jugada de mitad del campo, Maradona se desmarca y pica, dejando atrás a varios defensas. Caniggia pica también. Maradona es dueño de la pelota y la última línea de la defensa se avalanza sobre él. Caniggia, acompañando el pique, se desmarca. Diego, a punto de ser derribado, le pone al Pájaro el pase imposible. El pase que hace pasar la pelota por el único intersticio del tiempo y del espacio a través del cual la esférica bola de cuero podía encontrarse con Caniggia: por entre las piernas del útlimo defensor. La pelota pasa por un agujero imposible, y le llega a los pies a Caniggia. Dueño de la pelota y frente al arquero, el Cani demostró con elegancia y simpleza lo virtuoso que era. Todo por un pase imposible. Ni un milímetro atrás, ni un milímetro adelante. Ni un segundo antes, ni un segundo después. Sólo Diego Armando Maradona pudo poner un pase como ése. Y sólo Caniggia pudo hacer un gol como ése. ¡Gol! Uno a cero, ¡y a cantarle a Gardel! Brasil afuera.
¡Ay, Señor! ¡Qué felicidad!
Lo que siguió después fue anecdótico. A Italia lo dejamos fuera de la Copa luego de una retahila de penales históricos que fueron para el infarto de dos naciones y para la gloria personal de Goicochea. Y en la Final, Alemania se tomó la revancha del Estadio Azteca, con la colaboración, precisamente, de un mexicano. En términos cósmicos, se hizo justicia. Ganaron los alemanes y el fútbol es así. Nunca antes (y creo que nunca más volverá a suceder en el futuro), Argentina celebró un subcampeonato como si fuera un campeonato. Recibidos como campeones. Y eran campeones.
Ése, queridos amigos de las vecinas patrias sudamericanas y de España, ése fue el “Gol de Caniggia a Brasil.”
Ahora paso del fútbol a la filosofía, regiones apenas separadas por un par de pases cortos.
Hay muchas personas que, al memorar aquella hazaña (menor, pero hazaña al fin), no mencionan la jugada decisiva con el nombre de “el gol de Caniggia” sino con el nombre de “el pase de Maradona”.
Para quienes vimos aquel memorable partido, nos resultaría imposible dudar. Quienes vimos entonces el pase de Maradona, así le llamamos sin dudar un instante. Quienes vimos el gol de Caniggia, es ése el nombre que le damos.
Pero luego de dieciocho años, viendo una y otra vez el vídeo, tanto los unos como los otros debemos admitir que estábamos equivocados. El Gol, la Obra, no fue, ni el pase de Maradona, ni el gol de Caniggia.
Fue una jugada única, excepcional, ejecutada por dos jugadores. Una rara conjunción de dos voluntades tan compenetradas entre sí que compusieron un momento, una trayectoria de la materia en el espacio tiempo, una circunstancia única. Una jugada que jamás pudo haber existido si no hubiese sido, como fue, por la comunión de dos acciones separadas pero unidas sobre un mismo instante del cosmos. Como si Caniggia y Maradona hubiesen sido, en esos segundos de vértigo, una sola persona. Una sola persona desdoblada en dos fantasmas, para ilusión engañosa de la defensa brasileña.
Esta descripción no es rebuscada, ni absurda. Hay fuera de la cancha, en la vida misma, circunstancias únicas que surgen como producto obrado de la comunión de una sola voluntad, extrañamente expresada en dos personas. Generalmente un hombre y una mujer. Cada una de estas individualidades, con su voluntad obrante en comunión con la otra, componen una voluntad única, que es la que en definitiva será la obrante de la obra, del acto, de la circunstancia única. Circunstancia obrada que no podría haber existido jamás sin la comunión de esas dos voluntades, entrelazadas en una sola voluntad, por mecanismos que francamente desconocemos y que, a falta de un nombre mejor, llamamos amor. Amor, con mayúscula.
El famoso gol de Argentina a Brasil en Italia 90 seguirá siendo por siempre, o el gol de Cani, o el pase del Diego. No hay forma de darle un nombre a algo que es imposible de describir con palabras. Como mucho, si queremos darle aire a la vena poética, podríamos llamarlo el gol del Pájaro que voló junto al Barrilete Cósmico.
Quien experimentó alguna vez el Amor, lo entenderá.
“¡Grande, loco!”, podría decirme algún amigo de esos que siempre te halagan de puro buenos amigos que son. Pero –objetaría inmediatamente uno de esos amigos-, “la verdad, loco, vimos un montón de goles como ése. Una vez, en el ochenta y…..”
¡No! ¡Falso! –interrumpiría de buena gana a mi buen amigo-: Falso. Hubo y habrá muchos goles parecidos, pero ése, el gol del Pájaro que voló junto al Barrilete Cósmico, hay solo uno. Es único. Volvé a ver el vídeo. Fijate bien. Maradona toma la pelota en el medio campo nuestro. Los amarillos nos vienen apretando desde hacía un siglo. Palo, travesaño, mariposas angélicas que desvían pelotas. En un arco nos tenían, bah.
Y la vida –diría para mí mientras sigo con mis argumentos a mi amigo-; la vida muchas veces hace que la adversidad te tenga contra un arco.
Maradona ve que si descoloca a los que tiene encima quedan tres brasileros entre él y la red. Sabe, también, que si pica con la pelota al pie no va a llegar al arco porque lo barren. Estos no son ingleses. Son brasileños, ¿’tendés?, y Maradona no pasará así les cueste una tarjeta roja los amarillos. Faltan diez, loco, el Diego no pasará. Pero el Diego ve a Caniggia y “ve” que éste ya adivinó lo que Diego quiere hacer y el Cani “siente” que el Diego se lo canta desde el arranque del pique. Ambos saben qué está pensando el otro. Desde el arranque de la jugada. Sin palabras, sin señas. Nada. Pura comunión espiritual. Entonces Caniggia pica. Y se desmarca. Maradona apunta al intersticio único y pasa el balón. Y gol. ¡Gol!
¿Entendés? –le insistiría a mi querido amigo- los dos sabían, desde el mismo instante en que Diego inicia la jugada, cómo sería ésta, de principio a fin. La armaron entre los dos, en la mente, antes de que sucediera. La inventaron. La dibujaron en un papel. La pintaron. Dos en uno en plena creación, ¿’tendés?. Y de la comunión, la obra. Como en el amor.
Exactamente igual que en el Amor.
Mi amigo reiría complaciente, de puro buen amigo, pero al fin me diría:
-Lo tuyo es literatura, loco.
-Y también lo es el Amor, mi querido amigo. También lo es. El género más cultivado de la literatura universal.
Alfredo Arri (Theodoro) marzo 2009
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Reflexiones insubstanciales.
Razón.
Todo tiene su razón de ser aunque no conozcamos el ser de esa razón, y en general de ninguna razón. Razonar es nuestro oficio exclusivo y ese don nos permite mirar por encima del hombro (por así decirlo, de algún modo), al resto de los seres móviles. Algo así como el derecho a olvidar la zoología y despreciar a todos los Darwin habidos y por haber.
El hecho cierto de que pocos hombres ejerzan ese oficio no invalida la universal posibilidad del mismo. Los que no lo ejercitamos, no necesitamos preocuparnos por la falta: Hay otros que lo hacen por nosotros. Y, además, lo hacen con gusto. Es el trabajo de ellos. Obramos distinto los hombres con la razón. Pero eso sí: igualdad para todos. Razonar o no razonar no da derecho a la desigualdad. Por algo hemos ganado la democracia, que es hija de la razón. De la razón de unos pocos para todos pero razón al fin.
El día que todos nos decidamos a ejercer ese oficio: otra podría ser la historia. Pero la veo difícil. Es más cómodo que algún otro discurra por mí; y la comodidad es un bien preciado que no tengo por qué resignar en aras de la estúpida razón por mano propia.
Por mano propia… lo que se dice por mano propia: la justicia, si me provocan lo suficiente; y alguna módica alegría en los ratos libres, desgraciadamente escasos. Lo demás: que otros lo hagan por mí. ¿No pago mis impuestos acaso? ¡Claro que sí! ¡Viva la libertad de no pensar más por mí! ¡Vivan las oligarquías que discurren en nombre de todos! ¡Vivan las élites del pensamiento que sobrellevan la carga de pensar por mí! ¡Viva la democracia!
"Es sumamente raro que los hombres cuenten una cosa simplemente como ha sucedido, sin mezclar al relato nada de su propio juicio. Más aún, cuando ven u oyen algo nuevo, si no tienen sumo cuidado con sus opiniones previas, estarán, las más de las veces, tan condicionados por ellas, que percibirán algo absolutamente distinto de lo que ven u oyen que ha sucedido; particularmente, si lo sucedido supera la capacidad de quien las cuenta o las oye, y sobre todo si le interesa que el hecho suceda de una determinada forma. De ahí resulta que los hombres, en sus crónicas e historias, cuentan más bien sus opiniones que las cosas realmente sucedidas; que uno y el mismo caso es relatado de modo tan diferente por dos hombres de distinta opinión, que parece tratarse de dos casos; y que, finalmente, no es demasiado difícil muchas veces averiguar las opiniones del cronista y del historiador por sus simples relatos."
Baruch Spinoza. Tratado teológico-político. Cap VI Altaya, Barcelona, 1994, pg. 184.
Esta observación de una característica universal del discurso, que hoy nos resulta una observación de lo obvio, fue publicada en 1670, en una época en que era casi absoluta la devoción de los hombres hacia el relato escrito u oral. Hoy, la raza de los cándidos hace tiempo que está en extinción pero… no ha desaparecido del todo. A mi en lo personal no me deja de asombrar que el número residual de crédulos de toda credulidad siga siendo grande, a pesar de todo lo que está a la mano para que no se siga desarrollando.
Por supuesto que tal credulidad hacia el relato escrito u oral es una etapa que el individuo debe superar durante su infancia y adolescencia. Lo sorprendente es hallar hoy tantos cándidos de feria que ya han cumplido largamente la mayoría de edad.
Está bien que en otra parte de su ensayo, Espinoza reconoce que:
"…la plebe, que constituye la mayor parte del género humano, el vulgo, se complace más con las narraciones y con los sucesos concretos e inesperados, que con la doctrina misma de tales historias; de ahí que, aparte de la lectura de las historias, el vulgo necesite de pastores o ministros de la Iglesia que le instruyan de acuerdo con la debilidad de su talento."
Idem, pg. 164
Y, claro, aquí empiezo a comprender un poco esa paradoja de que, estando la raza de los crédulos en extinción siga siendo tan grande el número de los cándidos que tragan sin masticar todo discurso que les llega de la palabra escrita u oral.
Esto se explicaría así: no sería la condición de permanecer en la ingenuidad-natural en la niñez- la que hace que tanto adulto acepte sin crítica alguna lo que lee u oye, sino su condición de vulgar, es decir, por pertenecer, no a una raza, sino a una clase: el vulgo, la plebe.
Si esta tesis fuese verdadera -y creo que lo es- entonces debo admitir estos coralarios:
Uno: “la mayor parte del género humano” -para usar las mismas palabras de Spinoza-, a pesar de todos los avances de la cultura, de los medios para educarse, de las herramientas para discernir que tiene hoy para abandonar aquél estado de vulgaridad que le era propia en el siglo XVII, sigue siendo vulgar en el XXI por una auténtica vocación de ser, precisamente, vulgar. Vulgar en las cuatro primeras acepciones del diccionario de la lengua española; y
Dos: que debido a que “la mayor parte del género humano” ha abandonado los templos de las antiguas religiones por otras de aspecto más modernoso (más cómodas y menos exigentes), los pastores o ministros que hasta hace un par de siglos le daban al crédulo la doctrina en la forma de la historia-papilla para que la pudieran tragar con facilidad, han sido sustituidos por otra raza de pastores o ministros: los periodistas, los columnistas de opinión, los conductores de radio y tevé.
La conclusión de estas reflexiones, que pretenden ser nada más que una muestra de ironía y muy probablemente no lo logre, es esta: el poder seguirá dominando a la plebe con toda facilidad, por mucho tiempo aún. Sólo basta con que les cuenten historias digeribles, narraciones de “sucesos concretos e inesperados”.
Ironías aparte, fue escrito en 1670 y sigue teniendo vigencia lo siguiente:
"Si alguien quiere persuadir o disuadir a los hombres de algo que no es evidente por sí mismo, sólo conseguirá que lo acepten si lo deduce de algo que ellos conceden, y los convence por la experiencia o por la razón, es decir, o con cosas que ellos han comprobado por los sentidos que suceden realmente o con axiomas intelectuales evidentes por sí mismos. No obstante, a menos que la experiencia sea entendida clara y distintamente, aunque convenza al hombre, no logrará afectar su entendimiento ni disipar sus nieblas tanto como cuando el objeto en cuestión es deducido exclusivamente de axiomas intelectuales, es decir, de la sola virtud del entendimiento y siguiendo su orden de percepción; y, sobre todo, cuando se trata de un objeto espiritual y que no cae en absoluto por los sentidos. Pero, para deducir las cosas de las simples nociones intelectuales, se requiere, las más de las veces, una larga cadena de percepciones, aparte de una precaución suma, de un agudo talento y de un dominio perfecto, cosas que rara vez se hallan juntas en los hombres. De ahí que los hombres prefieren informarse por la experiencia, más bien que deducir todas sus percepciones de unos pocos axiomas y encadenar unos con otros. En consecuencia, si alguien desea enseñar una doctrina a toda una nación… y ser comprendido en todo por todos, está obligado a confirmar su doctrina con la sola experiencia y a adoptar sus argumentos y las definiciones de las cosas que pretende enseñar, a la capacidad de la plebe, que constituye la mayor parte del género humano, en vez de encadenar argumentos y de formular sus definiciones como serían más útiles para su argumentación."
Idem, pg. 162
La conclusión inmediata, evidente, transparente, y esta vez sin ironías es esta: lo importante para conquistar partidarios para la propia causa o doctrina es componer el relato para que la doctrina sea tomada por el destinatario sin crítica alguna. Por lo tanto, alcanza con la verosimilitud del relato que el vulgo pueda aceptar como tal conforme a su propia experiencia; la verdad del doctrina queda para discusión “de los doctos”, o sea, lejos del pueblo.
¿Un ejemplo cualquiera? Abra usted el diario de mañana y encontrará más de mil. Ahora: si de las más de mil historias no puede usted hallar al menos diez verosímiles pero que no sean más que historias que la muestran cambiada y no puede descubrir la trampa, entonces el problema es suyo, amigo lector: tiene usted vocación de plebeyo y así habrá de permanecer. Hace como cuatro siglos que le avisaron como funciona la cosa. La trampa es tan antigua como la humedad.
Ya no sé cuál hombre o cuál mujer me inició en la búsqueda de un misterio que supuestamente tiene la vida y al que se accede sólo a través de las palabras y el tiempo. He transitado las dos cosas: las palabras y el tiempo, ambas cosas con fervor, y sigo sin hallar aquél misterio. No afirmo que la vida -con su otra cara, la muerte- no tenga arcano alguno. No. El sentido común y un poco de humildá (a desgana) me obligan a reconocer que he sido yo quien no ha sabido ver lo que seguramente está a la vista de todos, o de muchos. Lo cierto es que sigo sin dar con el tan mentado arcano que ha desvelado a poetas y filósofos, aquí y allá. Si hay alguna certeza en mi saber es esta: No me hallo lejos del día en que habré de resignar la trabajosa búsqueda. Si no lo he hecho aún es porque no quiero resignar, no la búsqueda, sino las palabras que buscan. La palabra, esa inútil herramienta que sostiene a duras penas, en el reino de los dignos, ésta, nuestra marca registrada llamada humanidad.
Goethe ha escrito: Hay en el hombre una fibra de veneración. Para satisfacer ese “instinto de veneración”, incluso en aquellos que carecen del sentido de lo que es verdaderamente respetable, tiene, como sucedáneo de éste, los príncipes y las familias reales, la nobleza, los blasones y las talegas de dinero.
Arthur Schopenhauer. En torno a la filosofía, Aforismos psicológicos.
Este aforismo ha sido válido aun en nuestras tierras sudamericanas, en las cuales el republicanismo es algo así como un agregado al genoma humano de todos nosotros, los bárbaros sudamericanos.
En efecto: a falta de nobleza autóctona, nuestra tilinguería nacional ha venerado desde siempre a los estancieros ricos de la vieja oligarquía terrateniente porque éstos, a su vez, como buenos admiradores de la nobleza europea, o bien viajaban a Europa a codearse con ellos, o bien los traían a estas tierras para mostrarse junto a ellos.
Práctica esta última que representaba algo así como los indígenas patagónicos que Charles Darwin se alzó de la Patagonia para exhibirlos como curiosidad entre los europeos, pero al revés.
Todavía hay entre nosotros nostálgicos de la visita de la Infanta Carlota para el Centenario como el colmo de los honores que la nobleza europea nos pudo haber dispensado como antiguos súbditos de la Corona. Claro que nuestros oligarcas terratenientes de entonces que le armaron el paquete turístico a la regente, se cuidaron muy bien de mantener a la ilustre Infanta alejada de la plebe pues se corría el riesgo de que ésta descubriese que la heredera de la corona española hablaba como una vulgar gallega. La humorada es de Borges, claro, pero no tengo por qué desaprovecharla.
Es fama que nuestra oligarquía rastaquouere viajaba a las europas llevándose algunas holando-argentino en las cubiertas de los transatlánticos para tener a la mano la leche fresca todas las mañanas. Los plebeyos argentinos, embelesados con esa clase venerable, los veneraban a su vez concurriendo ritualmente todos los años a la Exposición Rural, a aplaudir desde las tribunas a la distinguida clase oligarca, luego de tomar un café con leche …auténticamente argentina.
Hoy, en los tiempos del Bicentenario aquella práctica se ha perdido. Pero no es, como dicen algunos, porque en los aviones no se permite llevar vacas a bordo. No, nada de eso.
La pérdida de la costrumbre de codearse con la nobleza europea por parte de nuestros patricios se debe a algo más pedrestre: la negrada de estas tierras, por culpa de los medios de comunicación de masas, ya se ha dado cuenta de que, en la nobleza española, no sólo las infantas, sino todos sus miembros hablan como gallegos corrientes.
Como se han dado cuenta, también, de que los miembros de la corona inglesa tienen tantas historias de cuernos y disputas vulgares por eso que llaman dinero como cualquier familia plebeya del mundo.
En otras palabras, los nobles han perdido su encanto. Y para colmo del desangelamiento de la realeza, los sombreros que usa su majestad la reina de Inglaterra se pueden comprar a diez pesos la docena en las tiendas que venden disfraces para el carnaval. El último desencanto fue el por qué no te callas de don Carlos Borbón, que lo mostró como hecho de la misma madera que el increpado por su majestad real, el ya célebre plebeyo caribeño Hugo Chávez.
Nuestros argentinos de bien se han sentido tan damnificados por esa pérdida del encanto de la nobleza europea que han decidido enviarle a sus mejores hijas para darles un poco de clase. Ahí está Máxima en Holanda. Por ahora, pero en cualquier momento aparecen otras argentinas carismáticas, pulposas y de buenos modales para renovar la alicaída realeza de la vieja Europa.
Mientras esa renovación no se termina de producir, nuestros oligarcas se codean ahora con secretarios regionales del partido comunista chino con los cuales cierran negocios, o logran ser nombrados en cátedras de las universidades bostonianas desde donde gestarán nuevos negocios de alto beneficio para la patria. Para la patria financiera.
Y nuestra sufrida plebe, ¿a quién venera entonces en estos tiempos de depreciación del encanto de la nobleza y de la oligarquía local? Bueno, nuestros plebeyos satisfacen ese instinto de veneración en tres grupos sociales distintos.
Unos, en la veneración de las estrellas de Hollywood o sus representantes locales; otros, en la veneración turística de antiguos monarcas incas o aztecas; y, los terceros, los miembros de una minoriá de nostálgicos supérstites de la Belle Époque, en la veneración de la derecha política local.
Los más pobres y desinformados de la escala social, veneran a los galanes de telenovelas, a las estrellas de la música popular y a los curas, pedófilos o no.
Y todo el mundo, más allá de la clase social a la que pertencece venera, por supuesto, a cualquier personaje que salga en la tapa de la revista Hola, a los cracks del fútbol federado internacional, al Fondo Monetario Internacional, a Barack Obama y a Greenpeace.
Los adoradores de crueles dioses celebran la partida de su penúltimo héroe y en la ruidosa celebración de la muerte ajena va implícita, creo yo, la celebración de la muerte propia, la celebración de la muerte toda. Quienes no fuimos alcanzados por esa fe ni lo seremos no alcanzamos a comprender. ni comprenderemos los seguramente prefabricados y repetidos porqués de ese ritual de alborozo colectivo ante la partida del penúltimo héroe. Quienes pertenecemos a las fes de los antiguos dioses aún tememos a la muerte. Tanto le tememos, que no la celebramos ni la celebraremos jamás. Lloramos a nuestros muertos porque lloramos la muerte La muerte toda.
Estoy a la espera de que un Profeta o Fundador revele o exponga una religión en la cual se tenga por dogma de fe la existencia de un Día del Juicio Final, en el cual Dios habrá de rendir cuenta a los hombres por Su obra. Por supuesto que a los réprobos les estará vedada la entrada al juicio; pero los justos tendrán derecho a reclamarle a Dios una clara y convincente justificación de todas y cada una de las fechorías cometidas por Él en la tierra. Si pasa con éxito la prueba, Dios podrá permanecer en el Reino de los Cielos, junto a los justos. Si en cambio no logra la absolución luego del juicio de los justos, el Reo será expulsado del Reino de los Cielos.
Sería un conveniente auto de fe de esa ausente religión la afirmación de que Dios sí superará felizmente la prueba. Y sería un buen tema de debate teológico, en esa religión, el determinar cuál podría ser el destino para la eternidad de Dios en el caso de que fuera condenado por los justos.
Hay veces en la que me apena mi condición de simple. No es vergüenza, quiero aclarar y aclaro. No me avergüenza pertenecer a la clase de los simples. Más aún, normalmente siento orgullo de pertenecer a esa clase para la cual el trabajo honesto y las pequeñas alegrías compartidas son algo así como el sostén espiritual de una vida. No: no es vergüenza; es pena. Es imaginar, o creer, con una pizca de dolor, que acaso pude tener una vida más acorde con lo que son, con lo que siempre han sido, mis inclinaciones, mis aficiones, mis anhelos, mis gustos.
Éstos, mis aficiones, mis inclinaciones, mis gustos, pertenecen en realidad a un mundo que no es precisamente el de los hombres simples. Pertenecen al mundo de los notables, de los hombres y mujeres que disponen de tiempo y de medios para satisfacer esos gustos. Es un mundo estético que se expone o realiza en teatros, en museos, en salones de arte. Es un mundo que se mueve y para moverse en él y con él es vital viajar, conocer sitios y personas, parajes y circunstancias. Es un mundo en el que se hace necesario frecuentar.
Hubo un tiempo en que mansamente acepté sustituir todos esos requisitos por los sucedáneos que la industria de los hombres notables ha preparado para el consumo de los hombres simples. Así, adquirí reproducciones de Van Gogh y de Leonardo, discos de la Filamórnica de Londres, y en lugar de viajar por el mundo coleccioné una buena cantidad de videos documentales. Un tiempo después de haber consumidos estos objetos comprendí que me había transformado en un auténtico tilingo.
Tilingo es una palabra que tiene un uso exclusivamente peyorativo, pero debo admitir que su uso en este caso es justo, y la tengo por bella además. Finalmente, es nuestra, es decir, de nuestro idioma rioplatense. En la parte que me toca, me cabe el término por aquello de persona insubstancial, que dice tonterías y que suele comportarse con afectación. Y aunque son más las veces que me comporto con afectación que las que digo tonterías, acepto el calificativo, por justo y por apropiado. Tilingo fui durante mucho tiempo. Y tal vez algo me quede aún, a pesar de haber arrojado en el fondo de un volquete mis reproducciones de Van Gohg y de Leonardo, mis discos de vinilo de la Filarmónica de Londres, y mi colección de documentales en vhs y en cd. Y digo que tal vez algo de tilingo me quede aún porque, a pesar de haber abandonado el hábito de comportarme con afectación, aún suelo decir tonterías. O escribirlas, que es peor aún. He ahí mi pena.
Paz de juez. No me digás nada que yo no sepa. No degradés las valiosas palabras. No des a tu lengua visos de daga. No des a tu mano rostros de piedra
Todas tus cartas están dadas vueltas y hasta el comodín se puso de espaldas. No atrapan más unicornios tus trampas ni dan ilusión tus sombras chinescas.
Hoy es el tiempo para el armisticio. y es hora de pagar los estropicios que nuestra inútil guerra ha producido.
Dejemos de arrojarnos artificios. Que un juez nos diga cuánto se ha perdido Y Dios lo mucho o poco que no ha sido.
He aprendido que el más dramático objetivo de todo hombre es tratar de anular para sí el implacable destino de la vida, cual es morir para ingresar, a partir de la muerte, y para siempre, en la más absoluta nada. Los más desgarradores desvelos de cada hombre, mientras vive, se agotan en esa tarea: eludir el fatal destino de que su nombre -lo único que le es propio- se pierda en el polvo y el olvido. A poco de andar por la vida sabe que ese objetivo es casi imposible de lograr, pero no se amedrenta. Se apresura para tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro. En esas tres acciones deposita todas sus esperanzas de inmortalidad. Ése es el más doloroso drama de todo hombre: qué hacer en vida para no morir cuando al fin se ha resignado a aceptar que sí habrá de morir. Todo lo que inventa, todo lo que hace, está hecho con ese fin. A veces acierta con alguna de esas obras de tan soberbio propósito y se gana el derecho de que su nombre sea pronunciado -con devoción o con odio- por las generaciones futuras. Lo he logrado, se dirá tras el éxito, y esperará la muerte descansado en su obra. No le interesará demasiado si ésta ha sido una pócima que salvó millones de vidas de una muerte prematura, o si ha sido una bomba atómica que destruyó decenas de miles de vidas en un solo instante. Le dará igual. Lo importante para él será que, de alguna manera, habrá de permanecer entretejido en las palabras de muchos otros hombres, por muchas generaciones. El sueño más íntimo de todo hombre es ganarse el derecho a pensar en su epitafio.
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La inmensa, la abrumadora mayoría de los mortales fracasaremos en ese intento; entonces una abrumadora mayoría de esa abrumadora mayoría de mortales no tendrán más remedio que apelar a la obra humana que más ha trascendido a sus (paradojalmente) anónimos creadores: un dios, un poderoso dios que los seduzca con alguna morada para después de sus inevitables muertes, aunque sea en los infiernos. Otros, en cambio, apenas unos pocos elegiremos abandonar el mundo vírgenes de quimeras de consolación. Así, la inmensa, la abrumadora mayoría de los hombres, llevaremos al pie de nuestros tumbas, en lugar del artesanal y raro epitafio, una simple placa de chapa que, al lado de las dos fechas, reza así: Qüepedé.
En este mismo blog, de vez en vez publico décimas, el metro más difundido en América para la poesía popular. Lo hago amparado en la categoría ¡Recreo! y son, generalmente, humorísticas.
Las décimas octasílabas forman parte del grupo llamado versos de arte menor. Y en muchos casos se componen décimas festivas, humorísticas o directamente chuscas. Ése género, el humorístico o chusco es el que cultivo…
Pero, de vez en cuando uno se deja llevar y sale otra cosa. Algo más pretencioso, que algo interior me impide borrar.
En general, siento algún prurito en darlas a conocer. Vergüenza, tal vez. O temor a que se las tilde de trilladas, remanidas. En fin, después del esfuerzo de componerlas, no es lo que uno quiere oír que se digan de ellas: trilladas. De todos modos, decidí correr el riesgo (después de todo, ¡es lo que hay!), y aquí va una.
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Décimas del valle.
En la quietud del paisaje sólo hay rezongos de río y al sol se mecen tendidos los colores de la tarde. En las honduras del valle reina el silencio infinito y sólo el canto fortuito de algún pájaro soberbio le da sabor al silencio cuando su voz la hace grito.
Los cerros del occidente se desnudan ante al sol y el buen astro, en su esplendor se entrega manso al poniente. En el río, una corriente mueve meandros de plata, y en los árboles las aspas de mil molinos en verde, arrulan un canto leve y dulce, como una zamba.
Vallecito en que cantaron copleras y vidaleros y donde cacharpayeros a sus amigos lloraron. ¡Cuántos poetas soñaron palabrarear tu belleza! ¡Cuán rica que es tu riqueza cuán pobre tu pobrerío! Yo te canto, valle mío, para apagar mi tristeza.
En fría noche de julio, de pesar y luna llena, siento correr por mis venas el dolor de un falso orgullo: El disco blanco en lo oscuro pauta la seña indolente de un mal dios, que omnipotente nos muestra la eternidad. Lleva el hombre en su heredad la levedad del presente. . Dicen los hombres que ofician artes y sabidurías que tristezas y alegrías son de una sola vendimia. Que no hay astucia ni alquimia que elimine una tristeza y que no existe destreza que pueda ordenar las cartas. El Azar da las barajas y de a una, las certezas.
Congojas hay para todos y para todos hay dicha. Van en la misma mochila los pesares y los gozos. Cargamos sobre los hombros lo que la vida nos da, y hay una sola verdad que no está echada a la suerte: es ésa cosa, la muerte, el frío punto final.
La vida nos pone a prueba todos los días y -puede ocurrir- que el hecho más alejado a nuestras vidas, tal como uno insignificante, o uno que no nos pertenece o no nos incumbe, nos desacomoda totalmente.
Ahí iba yo, por la calle, de regreso de una salida menor, cuando me topé de repente con una pareja en plena ventilación pública de una querella privada. De una grave querella, para ser preciso. Simple, repetida, mil veces repetida, pero de todos modo grave: ella le reprochaba a él su infidelidad. A los gritos, claro. A los gritos y a los manotazos. Con llanto, moco, maldiciones y mucha, pero mucha palabra soez.
-¡Hijo de remil putas: mirá cómo tenés la cara, toda rajuñada. Y el cogote chuponeado. Hijo de puta…!
En ese tono. Ni más, ni menos.
El tipo se defendía como podía, tratando de esquivar los manotazos de la mujer, pero sin responderle. No respondía: ni con la lengua, ni con las manos.
En el momento en que pasé más cerca de los dos personajes, adiviné… en realidad vi más que adiviné, un reflejo de alegría no del todo desdibujada en la mirada del tipo. Me dije: en el fondo, este tipo está disfrutando del momento. O del momento de mierda que estaba pasando su mujer, o de algún otro momento. Sí, también puede ser que ese otro momento fuese el recuerdo del los momentos pasados… con la otra.
En otras palabras, bah: ya porque el tipo estuviese gozoso del embarazoso momento que vivía con su mujer alterada, ya porque el tipo aún tuviera la resaca de la placentera borrachera pasada con la otra, la cosa era que, de alguna manera velada pero cierta, el hombre parecía disfrutar del momento.
Es más: cuando pasé a su lado, me lanzó una mirada cómplice. Fue un instante en que los ojos de él y los míos se cruzaron. Un instante nada más. Pero suficiente para entender su pensamiento: “Vos me entendés, hermano, ¿no?” Algo así.
En ese preciso instante, la mujer, cuyo estado de alteración emocional no decrecía sino que aumentaba, comenzó a golpear una puerta de calle de una casa cercana a la escena que describo.
-¡Puta!. ¡Salí, puta! ¡Salí que te mato, reventada!
“Ah, La Otra es una vecina”, pensé (sin gastar mucha suspicacia por cierto). “Pero en esa casa –pensé a continuación- vive una chica que…”
En efecto, la señorita que recordaba haber visto en otras ocasiones en la puerta de esa casa salió finalmente a la calle. Era la misma que recordaba.
A ver… ¿cómo describirla? Tal vez así: veinte a veinticinco años, alta, de una belleza extraordinaria, con un cuerpo escultural. Algo así como una tapa de revistas del corazón. Un bombón. Un bombonazo. Un camión. Una potra. Un minón infernal. Ya me entendiste…
No sé, no alcancé a entender qué cosa dijo la chica cuando salió a la calle pero la mujer del infiel, ni bien La Otra salió a la vereda, se le abalanzó, tomándola de las mechas mientras repetía todo el rosario de maldiciones que han inventado los hombres en los últimos cinco mil años, con sus ¡puta! mil veces repetido.
El infiel, un hombre de generosa humanidad por cierto, intervino con sus manos, por fin. Separó a las dos mujeres y tomando de un brazo a su mujer, a la rastra, se la llevó hacia su casa, una que estaba a unas cuatro o cinco puertas de la otra, o sea, de la de la otra.
Mientras la pareja se alejaba, miré más detenidamente a la mujer engañada. A ver… ¿cómo describirla? Tal vez así: cincuenta años, entrada en carnes, desgreñada, con marcas de la vida difícil en el rostro, el pelo descuidado, las carnes colgadas… y unas espantosas chancletas en los pies, rematadas con una margarita de plástico en cada una.
Volví la mirada hacia mi rumbo. La chica -la otra- permanecía en la vereda aún. En su rostro, en su bello rostro, descansaban tranquilamente los gestos de la insolencia, iluminados con los brillos de la malicia en los ojos. En los bellos ojos.
Seguí mi camino. Mis pensamientos estaban alterados, claro. Semejante escena no podía pasar así nada más por mi pobre cabeza. Pensé en muchas cosas. En muchísimas cosas. Todas racionales, claro. La razón ha sido siempre mi fuerte, es mi capital.
Pero, como dije al principio, a veces la vida nos ofrece pruebas, nada más que para desacomodarnos de nuestras creencias, convicciones, principios y demás productos de la pura razón y de la razón pura también.
Sencillamente un solo pensamiento surgió, solo, impetuoso, por encima de todos los otros. Un solo pensamiento:
La Biblia y el calefón. Otra versión, casi preñada de literalidad.
“Los grandes pensamientos vienen del corazón.” Vauvargues, citado por Arthur Schopenhauer.
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En el pasado, sólo me había ocurrido un par de veces. Fueron experiencias raras, extrañas y, de alguna manera preocupantes. Pero, como las dos o tres veces en que padecí esa incomodidad fue algo efímero, fugaz, no alcanzó para que acabara cuestionándome nada. Ni de mí, ni del mundo.
Pero ahora, en la veteranía, me volvió a ocurrir. Desde hace un mes o dos. Y esta vez, perdura; no se va; no pasa. Ahora, sí: empiezo a cuestionar al cosmos, o a cuestionarme a mí. A ver cómo explico qué cosa es lo que sucede, o me sucede…
Tengo (más que la sensación, la certeza) de que mi cerebro se ha desconectado del resto de mis vísceras. No biológicamente, se entiende. Sé, obvio, que la misma sangre que irriga las plantas de mis pies es la que, tarde o temprano, irriga también mi cerebro. Es decir, las vísceras están conectadas como dios manda. El aparato circulatorio, el nervioso… todo bien. No, no es ésa la desconexión. La disgregación es de otro tipo. A ver si puedo explicarlo mejor…
Antes, y siempre (salvo aquellas dos o tres excepciones), mi cerebro estaba permanentemente conectado con el resto de mis vísceras. Doy ejemplos burdos para que se me comprenda: si un ciego intentaba cruzar una calle, y mis sentidos constataban que nadie había cerca de él como para ayudarle, mi cerebro funcionaba así: “Ese hombre perderá un precioso tiempo esperando que alguien le ayude a cruzar. Si lo hace solo, es probable que algún coche lo atropelle. Debería ir a ayudarlo. ¿Voy a ayudarlo? Y, sí, voy. ¿Qué puedo perder? ¿Cinco minutos? Si, yo voy.”
Como se ve, el cerebro producía dictámentes con sus herramientas propias, la lógica, y aun la ética, pero estaba conectado con alguna forma de ansiedad que experimentaba ante la situación. Ésta ansiedad, producida en las vísceras más viscerales, determinaba, de alguna manera vaga pero imperiosa, aquellos pensamientos. ¿Se entiende? Bien. Ahora paso a lo que me sucede desde hace un tiempo a esta parte…
Imaginemos una situación igual a la descrita en el ejemplo: un ciego pretende cruzar la calle; nadie hay cerca de él; sólo yo, viendo tal situación, a una buena distancia. Bien, por un lado, experimento la misma ansiedad que experimentaba antes, pero, ahora, ésta no determina ningún pensamiento.
Se agota en sí misma. Y entonces mi cerebro produce pensamientos de este tipo: “Ese hombre perderá mucho tiempo hasta que alguien se le acerque a cruzar. Y si acaso intenta cruzar solo, es probable que resulte atropellado por un auto. ¡Pobre tipo! ¡Qué injusta es la vida!”. Y, naturalmente, sigo caminando.
¿Se entiende? Si resulta difícil de entender, entonces lo expresaré de un modo más directo: desde hace un tiempo a esta parte, es como si todo me chupara un huevo.
Hasta aquí, nada raro hay. Estaríamos en presencia de un caso más de indiferencia. La indiferencia del mundo, que es sordo y es mudo, recién sentirás… Ya sabés, el tango. Los indiferentes abundan en este mundo. Así que si todo acabara en eso, me aplicaría hacia mí mismo este concepto: “Has ingresado al mundo de los indiferentes. Bienvenido. Pasa y sé feliz.” Pero no se agota en eso. Hay más.
El indiferente, de todos modos siente, piensa y actúa conforme a un sentimiento. Dice el diccionario que la indiferencia es: Estado de ánimo en que no se siente inclinación ni repugnancia hacia una persona, objeto o negocio determinado.
No siente, ni repugnancia, ni inclinación, por nada o por nadie. Pero de todos modos está ganado por un estado de ánimo. Y un estado de ánimo es, también conforme al diccionario: Disposición en que se encuentra alguien, causada por la alegría, la tristeza, el abatimiento, etc. En el caso de la indiferencia, la causa no es ninguna de esas cosas, ni ninguna de otras cosas. Pero sí es un estado de ánimo; un estado de ánimo sin causa. Es algo así como la experimentación del no sentimiento. El sentimiento del no sentimiento. Sentir que no se siente. Sentir el no sentir. Algo tan paradójico pero incuestionablemente real como, por ejemplo, oir el silencio.
Así que no me reputo indiferente. Si la indiferencia es no experimentar la inclinacíón o la repugnancia por algo o alguien, yo no soy indiferente. Lo que sí puedo decir es que, de la disyuntiva que ofrece la definición de indiferencia (inclinación o repugnancia), mientras mis vísceras experimentan alguna de las dos sensaciones (inclinación o repugnancia), mi cerebro produce pensamientos en los cuales no intervienen esas sensaciones.
Así produzco, sin intermediación visceral alguna, pensamientos iguales para toda ocasión. Si siento inclinación por cierta mujer, por ejemplo, pienso de ella exactamente lo mismo que pienso de una mujer que me produce repugnancia.
Si ella fuese, digamos, una jefa de estado muy preparada y eficaz, cuyas acciones están en correspondencia con mis inclinaciones éticas y aun deontológicas, diré de ella exactamente lo mismo que si se tratase de otra jefa de estado con iguales aptitudes ejecutivas que la primera pero cuyas acciones son contrarias a mis inclinaciones éticas y deontológicas. Diré, de una y de la otra: “¡Qué excelente jefa de estado que es!”
Si una mujer ejerce la prostitución y me siento muy atraído por ella, diré de ella exactamente lo mismo que de otra prostitura que no me provoca otra cosa que repugnancia: “Pero, ¡qué putarraca, por Dios!”
Como se comprende de suyo, esto es muy incómodo. Si los hijos de mi vecino son bellos, inteligentes y amorosos, por ejemplo, diré de ellos: “¡Qué amorosos son!” Y si los míos son grotescos, brutos como un burro y menos afectuosos que un cacto, diré de ellos: “¡Qué poca cosa que son!”.
Ejemplo uno: Mi mujer es fea, mi cuñada es linda. Ejemplo dos: Garmendia es más apto que yo, él merece el ascenso. Ejemplo tres: Mi madre es partidaria de otorgar imputabilidad penal a los menores de edad, o sea que mi madre es una malparida. Este inventario parcial permite sospechar la existencia de una serie infinita.
La parte más incómoda de este mal que me aqueja desde hace un tiempo es la siguiente: ni los aderezos, ni los perfumes, ni los atuendos, ni el cuidado acicalamiento, nada de eso impide que vea que, detrás de cada semejante, detrás de cada uno de mis prójimos, hay un animal que come, mea, caga, eructa, tira pedos, huele fatal, menstrua, eyacula, moquea, junta pelusa en el ombligo, mierda en las inmediaciones del culo, marga en las patas y, -como el hombre no es un animal en el término zoológico del término-, además de todo eso, tiene mierda en el cerebro bajo la forma de pensamientos pedorros.
Todo prójimo hoy, me resulta, sencillamente, un pobre animal que lucha por la supervivencia biológica con las únicas armas que tiene a mano: la simulación, la impostura, la farsa, la gazmoñería –llamalo como quieras- y cuatro o cinco normas de convicencia social que íntimamente desprecia (pero que de todos modos adopta), para no ser muerto por otros animales como él, o sencillamente para no ir preso.
Mis prójimos ya no son hombres, son apenas homo sapiens. Bueno, no es que sean…somos, claro, yo también estoy del mismo lado de las rejas que el resto en el gran zoológico cósmico que habitamos, la Tierra.
¿Será porque me estoy haciendo viejo? No lo sé. Ya confesé que me había pasado un par de veces durante mi juventud. Así que no es algo, ese mal, que esté en el cerebro añoso. Puede anidarse en uno aún no quemado por esa droga engañosa que es el tiempo.
Como sea, mi vida se ha convertido en una suerte de tormento sin descanso.
Ayer a la tarde, en la puerta de la panadería, Margarita S., una suculenta vecina que desde hace años me atrae, se detuvo a conversar conmigo. Me coqueteó. Ya lo había hecho antes, pero esta vez fue patente, con agresividad, como perentorio. Flagrancia, le dicen. Yo me sentí inmediatamente tocado. Sentí que mis vísceras más viscerales reaccionaban como hacía mucho tiempo no reaccionaban. Mientras ella me hablaba -de un calefón descompuesto o algo así-, yo contemplaba sus labios y sentía deseos de besarla.
Su rostro luminoso, blanco pero con raras pinceladas de un áureo pálido con ocres como de crepúsculo a orillas del mar, rostro salpicado de pecas también, era para mi sentido básico del placer visual como el colmo del objeto más bello cogido y cogido para siempre.
Y sin embargo mis pensamientos, desdeñosos de todo ese sentir, surgían solos, puros, limpios, sin contaminación: Tiene una carie mal arreglada; su aliento no está perfumado; el cuello de la blusa tiene esa suciedad característica del demasiado roce de la tela contra la piel, seguramente hace días que no se la cambia; sus palabras son las propias de una mujer prejuiciosa y alcornoque; sus dichos acerca de otra mujer que ambos conocemos son patentemente nacidos de la envidia; la piel áspera de sus manos deben herir la piel en cada caricia, si es que acaso acaricia la muy estúpida; los dos o tres dedos de los pies que dejan ver sus sandalias transparentan escasa higiene; seguramente su entrepierna huele acremente; es tan probable que llore en el momento del clímax, como que sea anorgásmica. ¿Será de evacuación fácil, o será de constreñirse? Su rostro blanco con pecas debe subir a los tonos rojos cuando se esfuerza para expulsar los bolos fecales. Y si así no fuese; si es de intestino ligero, sus defecaciones deben oler muy mal.
Todos estos pensamientos surgían, irrumpían, para decirlo con un verbo mejor, en mi conciencia al mismo tiempo que mis vísceras bajas daban cuenta de una inminente erección. Ella seguía hablando. Su mirada era inequívoca, el tono de su voz, indubitable; sus ojos, acompañaban las palabras con otras, las calladas:
-Bueno, Asdrúbal, si usted quiere, un día pasa por mi casa y me lo revisa….
-Ni en pedo, Margarita. Yo no me acuesto con usted ni que me pague.
Es inútil. No se puede andar por la vida de plomero y filósofo a la vez.