miércoles, 13 de enero de 2010

La biblia y el calefón. Relato

Relatos sin ton ni son.


La Biblia y el calefón. Otra versión, casi preñada de literalidad.

“Los grandes pensamientos vienen del corazón.”
Vauvargues, citado por Arthur Schopenhauer.

.
En el pasado, sólo me había ocurrido un par de veces. Fueron experiencias raras, extrañas y, de alguna manera preocupantes. Pero, como las dos o tres veces en que padecí esa incomodidad fue algo efímero, fugaz, no alcanzó para que acabara cuestionándome nada. Ni de mí, ni del mundo.

Pero ahora, en la veteranía, me volvió a ocurrir. Desde hace un mes o dos. Y esta vez, perdura; no se va; no pasa. Ahora, sí: empiezo a cuestionar al cosmos, o a cuestionarme a mí. A ver cómo explico qué cosa es lo que sucede, o me sucede…

Tengo (más que la sensación, la certeza) de que mi cerebro se ha desconectado del resto de mis vísceras. No biológicamente, se entiende. Sé, obvio, que la misma sangre que irriga las plantas de mis pies es la que, tarde o temprano, irriga también mi cerebro. Es decir, las vísceras están conectadas como dios manda. El aparato circulatorio, el nervioso… todo bien. No, no es ésa la desconexión. La disgregación es de otro tipo. A ver si puedo explicarlo mejor…

Antes, y siempre (salvo aquellas dos o tres excepciones), mi cerebro estaba permanentemente conectado con el resto de mis vísceras. Doy ejemplos burdos para que se me comprenda: si un ciego intentaba cruzar una calle, y mis sentidos constataban que nadie había cerca de él como para ayudarle, mi cerebro funcionaba así: “Ese hombre perderá un precioso tiempo esperando que alguien le ayude a cruzar. Si lo hace solo, es probable que algún coche lo atropelle. Debería ir a ayudarlo. ¿Voy a ayudarlo? Y, sí, voy. ¿Qué puedo perder? ¿Cinco minutos? Si, yo voy.”

Como se ve, el cerebro producía dictámentes con sus herramientas propias, la lógica, y aun la ética, pero estaba conectado con alguna forma de ansiedad que experimentaba ante la situación. Ésta ansiedad, producida en las vísceras más viscerales, determinaba, de alguna manera vaga pero imperiosa, aquellos pensamientos. ¿Se entiende? Bien. Ahora paso a lo que me sucede desde hace un tiempo a esta parte…

Imaginemos una situación igual a la descrita en el ejemplo: un ciego pretende cruzar la calle; nadie hay cerca de él; sólo yo, viendo tal situación, a una buena distancia. Bien, por un lado, experimento la misma ansiedad que experimentaba antes, pero, ahora, ésta no determina ningún pensamiento.

Se agota en sí misma. Y entonces mi cerebro produce pensamientos de este tipo: “Ese hombre perderá mucho tiempo hasta que alguien se le acerque a cruzar. Y si acaso intenta cruzar solo, es probable que resulte atropellado por un auto. ¡Pobre tipo! ¡Qué injusta es la vida!”. Y, naturalmente, sigo caminando.

¿Se entiende? Si resulta difícil de entender, entonces lo expresaré de un modo más directo: desde hace un tiempo a esta parte, es como si todo me chupara un huevo.

Hasta aquí, nada raro hay. Estaríamos en presencia de un caso más de indiferencia. La indiferencia del mundo, que es sordo y es mudo, recién sentirás… Ya sabés, el tango. Los indiferentes abundan en este mundo. Así que si todo acabara en eso, me aplicaría hacia mí mismo este concepto: “Has ingresado al mundo de los indiferentes. Bienvenido. Pasa y sé feliz.” Pero no se agota en eso. Hay más.

El indiferente, de todos modos siente, piensa y actúa conforme a un sentimiento. Dice el diccionario que la indiferencia es: Estado de ánimo en que no se siente inclinación ni repugnancia hacia una persona, objeto o negocio determinado.

No siente, ni repugnancia, ni inclinación, por nada o por nadie. Pero de todos modos está ganado por un estado de ánimo. Y un estado de ánimo es, también conforme al diccionario: Disposición en que se encuentra alguien, causada por la alegría, la tristeza, el abatimiento, etc. En el caso de la indiferencia, la causa no es ninguna de esas cosas, ni ninguna de otras cosas. Pero sí es un estado de ánimo; un estado de ánimo sin causa. Es algo así como la experimentación del no sentimiento. El sentimiento del no sentimiento. Sentir que no se siente. Sentir el no sentir. Algo tan paradójico pero incuestionablemente real como, por ejemplo, oir el silencio.

Así que no me reputo indiferente. Si la indiferencia es no experimentar la inclinacíón o la repugnancia por algo o alguien, yo no soy indiferente. Lo que sí puedo decir es que, de la disyuntiva que ofrece la definición de indiferencia (inclinación o repugnancia), mientras mis vísceras experimentan alguna de las dos sensaciones (inclinación o repugnancia), mi cerebro produce pensamientos en los cuales no intervienen esas sensaciones.

Así produzco, sin intermediación visceral alguna, pensamientos iguales para toda ocasión. Si siento inclinación por cierta mujer, por ejemplo, pienso de ella exactamente lo mismo que pienso de una mujer que me produce repugnancia.

Si ella fuese, digamos, una jefa de estado muy preparada y eficaz, cuyas acciones están en correspondencia con mis inclinaciones éticas y aun deontológicas, diré de ella exactamente lo mismo que si se tratase de otra jefa de estado con iguales aptitudes ejecutivas que la primera pero cuyas acciones son contrarias a mis inclinaciones éticas y deontológicas. Diré, de una y de la otra: “¡Qué excelente jefa de estado que es!”

Si una mujer ejerce la prostitución y me siento muy atraído por ella, diré de ella exactamente lo mismo que de otra prostitura que no me provoca otra cosa que repugnancia: “Pero, ¡qué putarraca, por Dios!”

Como se comprende de suyo, esto es muy incómodo. Si los hijos de mi vecino son bellos, inteligentes y amorosos, por ejemplo, diré de ellos: “¡Qué amorosos son!” Y si los míos son grotescos, brutos como un burro y menos afectuosos que un cacto, diré de ellos: “¡Qué poca cosa que son!”.

Ejemplo uno: Mi mujer es fea, mi cuñada es linda. Ejemplo dos: Garmendia es más apto que yo, él merece el ascenso. Ejemplo tres: Mi madre es partidaria de otorgar imputabilidad penal a los menores de edad, o sea que mi madre es una malparida. Este inventario parcial permite sospechar la existencia de una serie infinita.

La parte más incómoda de este mal que me aqueja desde hace un tiempo es la siguiente: ni los aderezos, ni los perfumes, ni los atuendos, ni el cuidado acicalamiento, nada de eso impide que vea que, detrás de cada semejante, detrás de cada uno de mis prójimos, hay un animal que come, mea, caga, eructa, tira pedos, huele fatal, menstrua, eyacula, moquea, junta pelusa en el ombligo, mierda en las inmediaciones del culo, marga en las patas y, -como el hombre no es un animal en el término zoológico del término-, además de todo eso, tiene mierda en el cerebro bajo la forma de pensamientos pedorros.

Todo prójimo hoy, me resulta, sencillamente, un pobre animal que lucha por la supervivencia biológica con las únicas armas que tiene a mano: la simulación, la impostura, la farsa, la gazmoñería –llamalo como quieras- y cuatro o cinco normas de convicencia social que íntimamente desprecia (pero que de todos modos adopta), para no ser muerto por otros animales como él, o sencillamente para no ir preso.

Mis prójimos ya no son hombres, son apenas homo sapiens. Bueno, no es que sean…somos, claro, yo también estoy del mismo lado de las rejas que el resto en el gran zoológico cósmico que habitamos, la Tierra.

¿Será porque me estoy haciendo viejo? No lo sé. Ya confesé que me había pasado un par de veces durante mi juventud. Así que no es algo, ese mal, que esté en el cerebro añoso. Puede anidarse en uno aún no quemado por esa droga engañosa que es el tiempo.

Como sea, mi vida se ha convertido en una suerte de tormento sin descanso.

Ayer a la tarde, en la puerta de la panadería, Margarita S., una suculenta vecina que desde hace años me atrae, se detuvo a conversar conmigo. Me coqueteó. Ya lo había hecho antes, pero esta vez fue patente, con agresividad, como perentorio. Flagrancia, le dicen. Yo me sentí inmediatamente tocado. Sentí que mis vísceras más viscerales reaccionaban como hacía mucho tiempo no reaccionaban. Mientras ella me hablaba -de un calefón descompuesto o algo así-, yo contemplaba sus labios y sentía deseos de besarla.

Su rostro luminoso, blanco pero con raras pinceladas de un áureo pálido con ocres como de crepúsculo a orillas del mar, rostro salpicado de pecas también, era para mi sentido básico del placer visual como el colmo del objeto más bello cogido y cogido para siempre.

Y sin embargo mis pensamientos, desdeñosos de todo ese sentir, surgían solos, puros, limpios, sin contaminación: Tiene una carie mal arreglada; su aliento no está perfumado; el cuello de la blusa tiene esa suciedad característica del demasiado roce de la tela contra la piel, seguramente hace días que no se la cambia; sus palabras son las propias de una mujer prejuiciosa y alcornoque; sus dichos acerca de otra mujer que ambos conocemos son patentemente nacidos de la envidia; la piel áspera de sus manos deben herir la piel en cada caricia, si es que acaso acaricia la muy estúpida; los dos o tres dedos de los pies que dejan ver sus sandalias transparentan escasa higiene; seguramente su entrepierna huele acremente; es tan probable que llore en el momento del clímax, como que sea anorgásmica. ¿Será de evacuación fácil, o será de constreñirse? Su rostro blanco con pecas debe subir a los tonos rojos cuando se esfuerza para expulsar los bolos fecales. Y si así no fuese; si es de intestino ligero, sus defecaciones deben oler muy mal.

Todos estos pensamientos surgían, irrumpían, para decirlo con un verbo mejor, en mi conciencia al mismo tiempo que mis vísceras bajas daban cuenta de una inminente erección. Ella seguía hablando. Su mirada era inequívoca, el tono de su voz, indubitable; sus ojos, acompañaban las palabras con otras, las calladas:

-Bueno, Asdrúbal, si usted quiere, un día pasa por mi casa y me lo revisa….

-Ni en pedo, Margarita. Yo no me acuesto con usted ni que me pague.

Es inútil. No se puede andar por la vida de plomero y filósofo a la vez.

.
Alfredo Arri (Theodoro)

No hay comentarios:

Publicar un comentario