sábado, 16 de enero de 2010

Tan antiguo como la humedad.


Reflexiones insubstanciales.

Acerca de unos textos de Spinoza.


"Es sumamente raro que los hombres cuenten una cosa simplemente como ha sucedido, sin mezclar al relato nada de su propio juicio. Más aún, cuando ven u oyen algo nuevo, si no tienen sumo cuidado con sus opiniones previas, estarán, las más de las veces, tan condicionados por ellas, que percibirán algo absolutamente distinto de lo que ven u oyen que ha sucedido; particularmente, si lo sucedido supera la capacidad de quien las cuenta o las oye, y sobre todo si le interesa que el hecho suceda de una determinada forma. De ahí resulta que los hombres, en sus crónicas e historias, cuentan más bien sus opiniones que las cosas realmente sucedidas; que uno y el mismo caso es relatado de modo tan diferente por dos hombres de distinta opinión, que parece tratarse de dos casos; y que, finalmente, no es demasiado difícil muchas veces averiguar las opiniones del cronista y del historiador por sus simples relatos."

Baruch Spinoza. Tratado teológico-político. Cap VI Altaya, Barcelona, 1994, pg. 184.


Esta observación de una característica universal del discurso, que hoy nos resulta una observación de lo obvio, fue publicada en 1670, en una época en que era casi absoluta la devoción de los hombres hacia el relato escrito u oral. Hoy, la raza de los cándidos hace tiempo que está en extinción pero… no ha desaparecido del todo. A mi en lo personal no me deja de asombrar que el número residual de crédulos de toda credulidad siga siendo grande, a pesar de todo lo que está a la mano para que no se siga desarrollando.

Por supuesto que tal credulidad hacia el relato escrito u oral es una etapa que el individuo debe superar durante su infancia y adolescencia. Lo sorprendente es hallar hoy tantos cándidos de feria que ya han cumplido largamente la mayoría de edad.

Está bien que en otra parte de su ensayo, Espinoza reconoce que:

"…la plebe, que constituye la mayor parte del género humano, el vulgo, se complace más con las narraciones y con los sucesos concretos e inesperados, que con la doctrina misma de tales historias; de ahí que, aparte de la lectura de las historias, el vulgo necesite de pastores o ministros de la Iglesia que le instruyan de acuerdo con la debilidad de su talento."

Idem, pg. 164


Y, claro, aquí empiezo a comprender un poco esa paradoja de que, estando la raza de los crédulos en extinción siga siendo tan grande el número de los cándidos que tragan sin masticar todo discurso que les llega de la palabra escrita u oral.

Esto se explicaría así: no sería la condición de permanecer en la ingenuidad-natural en la niñez- la que hace que tanto adulto acepte sin crítica alguna lo que lee u oye, sino su condición de vulgar, es decir, por pertenecer, no a una raza, sino a una clase: el vulgo, la plebe.

Si esta tesis fuese verdadera -y creo que lo es- entonces debo admitir estos coralarios:

Uno: “la mayor parte del género humano” -para usar las mismas palabras de Spinoza-, a pesar de todos los avances de la cultura, de los medios para educarse, de las herramientas para discernir que tiene hoy para abandonar aquél estado de vulgaridad que le era propia en el siglo XVII, sigue siendo vulgar en el XXI por una auténtica vocación de ser, precisamente, vulgar. Vulgar en las cuatro primeras acepciones del diccionario de la lengua española; y

Dos: que debido a que “la mayor parte del género humano” ha abandonado los templos de las antiguas religiones por otras de aspecto más modernoso (más cómodas y menos exigentes), los pastores o ministros que hasta hace un par de siglos le daban al crédulo la doctrina en la forma de la historia-papilla para que la pudieran tragar con facilidad, han sido sustituidos por otra raza de pastores o ministros: los periodistas, los columnistas de opinión, los conductores de radio y tevé.

La conclusión de estas reflexiones, que pretenden ser nada más que una muestra de ironía y muy probablemente no lo logre, es esta: el poder seguirá dominando a la plebe con toda facilidad, por mucho tiempo aún. Sólo basta con que les cuenten historias digeribles, narraciones de “sucesos concretos e inesperados”.

Ironías aparte, fue escrito en 1670 y sigue teniendo vigencia lo siguiente:

"Si alguien quiere persuadir o disuadir a los hombres de algo que no es evidente por sí mismo, sólo conseguirá que lo acepten si lo deduce de algo que ellos conceden, y los convence por la experiencia o por la razón, es decir, o con cosas que ellos han comprobado por los sentidos que suceden realmente o con axiomas intelectuales evidentes por sí mismos. No obstante, a menos que la experiencia sea entendida clara y distintamente, aunque convenza al hombre, no logrará afectar su entendimiento ni disipar sus nieblas tanto como cuando el objeto en cuestión es deducido exclusivamente de axiomas intelectuales, es decir, de la sola virtud del entendimiento y siguiendo su orden de percepción; y, sobre todo, cuando se trata de un objeto espiritual y que no cae en absoluto por los sentidos. Pero, para deducir las cosas de las simples nociones intelectuales, se requiere, las más de las veces, una larga cadena de percepciones, aparte de una precaución suma, de un agudo talento y de un dominio perfecto, cosas que rara vez se hallan juntas en los hombres. De ahí que los hombres prefieren informarse por la experiencia, más bien que deducir todas sus percepciones de unos pocos axiomas y encadenar unos con otros. En consecuencia, si alguien desea enseñar una doctrina a toda una nación… y ser comprendido en todo por todos, está obligado a confirmar su doctrina con la sola experiencia y a adoptar sus argumentos y las definiciones de las cosas que pretende enseñar, a la capacidad de la plebe, que constituye la mayor parte del género humano, en vez de encadenar argumentos y de formular sus definiciones como serían más útiles para su argumentación."

Idem, pg. 162

La conclusión inmediata, evidente, transparente, y esta vez sin ironías es esta: lo importante para conquistar partidarios para la propia causa o doctrina es componer el relato para que la doctrina sea tomada por el destinatario sin crítica alguna. Por lo tanto, alcanza con la verosimilitud del relato que el vulgo pueda aceptar como tal conforme a su propia experiencia; la verdad del doctrina queda para discusión “de los doctos”, o sea, lejos del pueblo.

¿Un ejemplo cualquiera? Abra usted el diario de mañana y encontrará más de mil. Ahora: si de las más de mil historias no puede usted hallar al menos diez verosímiles pero que no sean más que historias que la muestran cambiada y no puede descubrir la trampa, entonces el problema es suyo, amigo lector: tiene usted vocación de plebeyo y así habrá de permanecer. Hace como cuatro siglos que le avisaron como funciona la cosa. La trampa es tan antigua como la humedad.

Au revoir.

Alfredo Arri.

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