Módicos ensayos.
El gol de Caniggia a Brasil, o el amor.
La sola expresión el gol de Caniggia a Brasil es suficiente para que millones de argentinos sepan a qué momento de la historia futbolera me he de referir en esta entrada. Pero, vamos, seré generoso con los amigos de otras latitudes de las Américas y de España y explico antes qué significa, exactamente, “el gol de Caniggia a Brasil.”
Mundial Italia 1990. Argentina defendía el título México 86. Nuestra selección había ido a Italia con un doble compromiso: Por un lado, la obligación moral de defender el título, ganado con espectacularidad ontológica en el estadio Azteca cuatro años antes, con El Gol del Barrilete Cósmico frente a los Ingleses y El Gol de Burruchaga (el tercero y decisivo) en la Final. Y por otro lado: vencer a Italia, aspirante al título, que era local. Italia, nación en donde Diego Armando Maradona, el artífice del triunfo en México, era por aquellos años una estrella universal que lucía la camiseta del Napoli.
Los italianos ricos del norte, que desprecian a los italianos pobres del Sur –y Napoli es la Italia pobre- alentaban la ilusión burguesa de que Diego Armando Maradona no brillara en ese campeonato, pues éste estaba signado por los hados –y las estrellas que compra el dinero- a Italia. Alentaban la peregrina idea de que ese morocho sudamericano se comportara como un buen chico agradecido por los millones ganados. Nadie escupe la mano que da de comer, dicen los amantes de tener esclavos de su dinero.
Y por su parte los napolitanos, en el fondo de su corazón, deseaban que Diego Armando Maradona, el Maradona que le había devuelto la gloria futbolera al Sur, no jugara para el dinero de la rica Italia (ya había despreciado el dinero de Silvio Berlusconi del Milan), sino para sus compatriotas de Fiorito, para los infelices chicos de Fiorito a quien solo la pelota podía sacar del infierno. Internacionalismo futbolario… ¿`tendés?
Pero había que llegar hasta la instancia Argentina-Italia. No era sencillo. En el camino estaba Brasil. ¡Ah, Brasil… Brasil! Había que pasar por ésa antes. Brasil, eterno rival…. ¿regional? ¡No! ¡Nada de eso! ¡Mundial! La rivalidad argentino-brasileña es mundial: es, sencillamente, a ver quién “el mejor del mundo”, “o maior do mondo”. ¡Casi nada!
Así que en Italia 90, a Brasil había que ganarle sí o sí (como siempre, pero más que como siempre).
Pero resultó que los brasileños demostraron esa tarde que ellos, y no nosotros, eran los mejores del mundo. ¡Qué baile que nos dieron, por Dios! Nos tuvieron en un arco y sólo Dios (que movió los travesaños y los postes) sabrá por qué no quiso que nos fuéramos al vestuario con un varias pepas adentro.
.
.
Los brasileños, todos adelantados. La pelota tenía que entrar de una buena vez y los amarillos estaban todos en ésa. En una jugada de mitad del campo, Maradona se desmarca y pica, dejando atrás a varios defensas. Caniggia pica también. Maradona es dueño de la pelota y la última línea de la defensa se avalanza sobre él. Caniggia, acompañando el pique, se desmarca. Diego, a punto de ser derribado, le pone al Pájaro el pase imposible. El pase que hace pasar la pelota por el único intersticio del tiempo y del espacio a través del cual la esférica bola de cuero podía encontrarse con Caniggia: por entre las piernas del útlimo defensor. La pelota pasa por un agujero imposible, y le llega a los pies a Caniggia. Dueño de la pelota y frente al arquero, el Cani demostró con elegancia y simpleza lo virtuoso que era. Todo por un pase imposible. Ni un milímetro atrás, ni un milímetro adelante. Ni un segundo antes, ni un segundo después. Sólo Diego Armando Maradona pudo poner un pase como ése. Y sólo Caniggia pudo hacer un gol como ése. ¡Gol! Uno a cero, ¡y a cantarle a Gardel! Brasil afuera.
¡Ay, Señor! ¡Qué felicidad!
Lo que siguió después fue anecdótico. A Italia lo dejamos fuera de la Copa luego de una retahila de penales históricos que fueron para el infarto de dos naciones y para la gloria personal de Goicochea. Y en la Final, Alemania se tomó la revancha del Estadio Azteca, con la colaboración, precisamente, de un mexicano. En términos cósmicos, se hizo justicia. Ganaron los alemanes y el fútbol es así. Nunca antes (y creo que nunca más volverá a suceder en el futuro), Argentina celebró un subcampeonato como si fuera un campeonato. Recibidos como campeones. Y eran campeones.
Ése, queridos amigos de las vecinas patrias sudamericanas y de España, ése fue el “Gol de Caniggia a Brasil.”
Ahora paso del fútbol a la filosofía, regiones apenas separadas por un par de pases cortos.
Hay muchas personas que, al memorar aquella hazaña (menor, pero hazaña al fin), no mencionan la jugada decisiva con el nombre de “el gol de Caniggia” sino con el nombre de “el pase de Maradona”.
Para quienes vimos aquel memorable partido, nos resultaría imposible dudar. Quienes vimos entonces el pase de Maradona, así le llamamos sin dudar un instante. Quienes vimos el gol de Caniggia, es ése el nombre que le damos.
Pero luego de dieciocho años, viendo una y otra vez el vídeo, tanto los unos como los otros debemos admitir que estábamos equivocados. El Gol, la Obra, no fue, ni el pase de Maradona, ni el gol de Caniggia.
Fue una jugada única, excepcional, ejecutada por dos jugadores. Una rara conjunción de dos voluntades tan compenetradas entre sí que compusieron un momento, una trayectoria de la materia en el espacio tiempo, una circunstancia única. Una jugada que jamás pudo haber existido si no hubiese sido, como fue, por la comunión de dos acciones separadas pero unidas sobre un mismo instante del cosmos. Como si Caniggia y Maradona hubiesen sido, en esos segundos de vértigo, una sola persona. Una sola persona desdoblada en dos fantasmas, para ilusión engañosa de la defensa brasileña.
Esta descripción no es rebuscada, ni absurda. Hay fuera de la cancha, en la vida misma, circunstancias únicas que surgen como producto obrado de la comunión de una sola voluntad, extrañamente expresada en dos personas. Generalmente un hombre y una mujer. Cada una de estas individualidades, con su voluntad obrante en comunión con la otra, componen una voluntad única, que es la que en definitiva será la obrante de la obra, del acto, de la circunstancia única. Circunstancia obrada que no podría haber existido jamás sin la comunión de esas dos voluntades, entrelazadas en una sola voluntad, por mecanismos que francamente desconocemos y que, a falta de un nombre mejor, llamamos amor. Amor, con mayúscula.
El famoso gol de Argentina a Brasil en Italia 90 seguirá siendo por siempre, o el gol de Cani, o el pase del Diego. No hay forma de darle un nombre a algo que es imposible de describir con palabras. Como mucho, si queremos darle aire a la vena poética, podríamos llamarlo el gol del Pájaro que voló junto al Barrilete Cósmico.
Quien experimentó alguna vez el Amor, lo entenderá.
“¡Grande, loco!”, podría decirme algún amigo de esos que siempre te halagan de puro buenos amigos que son. Pero –objetaría inmediatamente uno de esos amigos-, “la verdad, loco, vimos un montón de goles como ése. Una vez, en el ochenta y…..”
¡No! ¡Falso! –interrumpiría de buena gana a mi buen amigo-: Falso. Hubo y habrá muchos goles parecidos, pero ése, el gol del Pájaro que voló junto al Barrilete Cósmico, hay solo uno. Es único. Volvé a ver el vídeo. Fijate bien. Maradona toma la pelota en el medio campo nuestro. Los amarillos nos vienen apretando desde hacía un siglo. Palo, travesaño, mariposas angélicas que desvían pelotas. En un arco nos tenían, bah.
Y la vida –diría para mí mientras sigo con mis argumentos a mi amigo-; la vida muchas veces hace que la adversidad te tenga contra un arco.
Maradona ve que si descoloca a los que tiene encima quedan tres brasileros entre él y la red. Sabe, también, que si pica con la pelota al pie no va a llegar al arco porque lo barren. Estos no son ingleses. Son brasileños, ¿’tendés?, y Maradona no pasará así les cueste una tarjeta roja los amarillos. Faltan diez, loco, el Diego no pasará. Pero el Diego ve a Caniggia y “ve” que éste ya adivinó lo que Diego quiere hacer y el Cani “siente” que el Diego se lo canta desde el arranque del pique. Ambos saben qué está pensando el otro. Desde el arranque de la jugada. Sin palabras, sin señas. Nada. Pura comunión espiritual. Entonces Caniggia pica. Y se desmarca. Maradona apunta al intersticio único y pasa el balón. Y gol. ¡Gol!
¿Entendés? –le insistiría a mi querido amigo- los dos sabían, desde el mismo instante en que Diego inicia la jugada, cómo sería ésta, de principio a fin. La armaron entre los dos, en la mente, antes de que sucediera. La inventaron. La dibujaron en un papel. La pintaron. Dos en uno en plena creación, ¿’tendés?. Y de la comunión, la obra. Como en el amor.
Exactamente igual que en el Amor.
Mi amigo reiría complaciente, de puro buen amigo, pero al fin me diría:
-Lo tuyo es literatura, loco.
-Y también lo es el Amor, mi querido amigo. También lo es. El género más cultivado de la literatura universal.
Mundial Italia 1990. Argentina defendía el título México 86. Nuestra selección había ido a Italia con un doble compromiso: Por un lado, la obligación moral de defender el título, ganado con espectacularidad ontológica en el estadio Azteca cuatro años antes, con El Gol del Barrilete Cósmico frente a los Ingleses y El Gol de Burruchaga (el tercero y decisivo) en la Final. Y por otro lado: vencer a Italia, aspirante al título, que era local. Italia, nación en donde Diego Armando Maradona, el artífice del triunfo en México, era por aquellos años una estrella universal que lucía la camiseta del Napoli.
Los italianos ricos del norte, que desprecian a los italianos pobres del Sur –y Napoli es la Italia pobre- alentaban la ilusión burguesa de que Diego Armando Maradona no brillara en ese campeonato, pues éste estaba signado por los hados –y las estrellas que compra el dinero- a Italia. Alentaban la peregrina idea de que ese morocho sudamericano se comportara como un buen chico agradecido por los millones ganados. Nadie escupe la mano que da de comer, dicen los amantes de tener esclavos de su dinero.
Y por su parte los napolitanos, en el fondo de su corazón, deseaban que Diego Armando Maradona, el Maradona que le había devuelto la gloria futbolera al Sur, no jugara para el dinero de la rica Italia (ya había despreciado el dinero de Silvio Berlusconi del Milan), sino para sus compatriotas de Fiorito, para los infelices chicos de Fiorito a quien solo la pelota podía sacar del infierno. Internacionalismo futbolario… ¿`tendés?
Pero había que llegar hasta la instancia Argentina-Italia. No era sencillo. En el camino estaba Brasil. ¡Ah, Brasil… Brasil! Había que pasar por ésa antes. Brasil, eterno rival…. ¿regional? ¡No! ¡Nada de eso! ¡Mundial! La rivalidad argentino-brasileña es mundial: es, sencillamente, a ver quién “el mejor del mundo”, “o maior do mondo”. ¡Casi nada!
Así que en Italia 90, a Brasil había que ganarle sí o sí (como siempre, pero más que como siempre).
Pero resultó que los brasileños demostraron esa tarde que ellos, y no nosotros, eran los mejores del mundo. ¡Qué baile que nos dieron, por Dios! Nos tuvieron en un arco y sólo Dios (que movió los travesaños y los postes) sabrá por qué no quiso que nos fuéramos al vestuario con un varias pepas adentro.
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Los brasileños, todos adelantados. La pelota tenía que entrar de una buena vez y los amarillos estaban todos en ésa. En una jugada de mitad del campo, Maradona se desmarca y pica, dejando atrás a varios defensas. Caniggia pica también. Maradona es dueño de la pelota y la última línea de la defensa se avalanza sobre él. Caniggia, acompañando el pique, se desmarca. Diego, a punto de ser derribado, le pone al Pájaro el pase imposible. El pase que hace pasar la pelota por el único intersticio del tiempo y del espacio a través del cual la esférica bola de cuero podía encontrarse con Caniggia: por entre las piernas del útlimo defensor. La pelota pasa por un agujero imposible, y le llega a los pies a Caniggia. Dueño de la pelota y frente al arquero, el Cani demostró con elegancia y simpleza lo virtuoso que era. Todo por un pase imposible. Ni un milímetro atrás, ni un milímetro adelante. Ni un segundo antes, ni un segundo después. Sólo Diego Armando Maradona pudo poner un pase como ése. Y sólo Caniggia pudo hacer un gol como ése. ¡Gol! Uno a cero, ¡y a cantarle a Gardel! Brasil afuera.
¡Ay, Señor! ¡Qué felicidad!
Lo que siguió después fue anecdótico. A Italia lo dejamos fuera de la Copa luego de una retahila de penales históricos que fueron para el infarto de dos naciones y para la gloria personal de Goicochea. Y en la Final, Alemania se tomó la revancha del Estadio Azteca, con la colaboración, precisamente, de un mexicano. En términos cósmicos, se hizo justicia. Ganaron los alemanes y el fútbol es así. Nunca antes (y creo que nunca más volverá a suceder en el futuro), Argentina celebró un subcampeonato como si fuera un campeonato. Recibidos como campeones. Y eran campeones.
Ése, queridos amigos de las vecinas patrias sudamericanas y de España, ése fue el “Gol de Caniggia a Brasil.”
Ahora paso del fútbol a la filosofía, regiones apenas separadas por un par de pases cortos.
Hay muchas personas que, al memorar aquella hazaña (menor, pero hazaña al fin), no mencionan la jugada decisiva con el nombre de “el gol de Caniggia” sino con el nombre de “el pase de Maradona”.
Para quienes vimos aquel memorable partido, nos resultaría imposible dudar. Quienes vimos entonces el pase de Maradona, así le llamamos sin dudar un instante. Quienes vimos el gol de Caniggia, es ése el nombre que le damos.
Pero luego de dieciocho años, viendo una y otra vez el vídeo, tanto los unos como los otros debemos admitir que estábamos equivocados. El Gol, la Obra, no fue, ni el pase de Maradona, ni el gol de Caniggia.
Fue una jugada única, excepcional, ejecutada por dos jugadores. Una rara conjunción de dos voluntades tan compenetradas entre sí que compusieron un momento, una trayectoria de la materia en el espacio tiempo, una circunstancia única. Una jugada que jamás pudo haber existido si no hubiese sido, como fue, por la comunión de dos acciones separadas pero unidas sobre un mismo instante del cosmos. Como si Caniggia y Maradona hubiesen sido, en esos segundos de vértigo, una sola persona. Una sola persona desdoblada en dos fantasmas, para ilusión engañosa de la defensa brasileña.
Esta descripción no es rebuscada, ni absurda. Hay fuera de la cancha, en la vida misma, circunstancias únicas que surgen como producto obrado de la comunión de una sola voluntad, extrañamente expresada en dos personas. Generalmente un hombre y una mujer. Cada una de estas individualidades, con su voluntad obrante en comunión con la otra, componen una voluntad única, que es la que en definitiva será la obrante de la obra, del acto, de la circunstancia única. Circunstancia obrada que no podría haber existido jamás sin la comunión de esas dos voluntades, entrelazadas en una sola voluntad, por mecanismos que francamente desconocemos y que, a falta de un nombre mejor, llamamos amor. Amor, con mayúscula.
El famoso gol de Argentina a Brasil en Italia 90 seguirá siendo por siempre, o el gol de Cani, o el pase del Diego. No hay forma de darle un nombre a algo que es imposible de describir con palabras. Como mucho, si queremos darle aire a la vena poética, podríamos llamarlo el gol del Pájaro que voló junto al Barrilete Cósmico.
Quien experimentó alguna vez el Amor, lo entenderá.
“¡Grande, loco!”, podría decirme algún amigo de esos que siempre te halagan de puro buenos amigos que son. Pero –objetaría inmediatamente uno de esos amigos-, “la verdad, loco, vimos un montón de goles como ése. Una vez, en el ochenta y…..”
¡No! ¡Falso! –interrumpiría de buena gana a mi buen amigo-: Falso. Hubo y habrá muchos goles parecidos, pero ése, el gol del Pájaro que voló junto al Barrilete Cósmico, hay solo uno. Es único. Volvé a ver el vídeo. Fijate bien. Maradona toma la pelota en el medio campo nuestro. Los amarillos nos vienen apretando desde hacía un siglo. Palo, travesaño, mariposas angélicas que desvían pelotas. En un arco nos tenían, bah.
Y la vida –diría para mí mientras sigo con mis argumentos a mi amigo-; la vida muchas veces hace que la adversidad te tenga contra un arco.
Maradona ve que si descoloca a los que tiene encima quedan tres brasileros entre él y la red. Sabe, también, que si pica con la pelota al pie no va a llegar al arco porque lo barren. Estos no son ingleses. Son brasileños, ¿’tendés?, y Maradona no pasará así les cueste una tarjeta roja los amarillos. Faltan diez, loco, el Diego no pasará. Pero el Diego ve a Caniggia y “ve” que éste ya adivinó lo que Diego quiere hacer y el Cani “siente” que el Diego se lo canta desde el arranque del pique. Ambos saben qué está pensando el otro. Desde el arranque de la jugada. Sin palabras, sin señas. Nada. Pura comunión espiritual. Entonces Caniggia pica. Y se desmarca. Maradona apunta al intersticio único y pasa el balón. Y gol. ¡Gol!
¿Entendés? –le insistiría a mi querido amigo- los dos sabían, desde el mismo instante en que Diego inicia la jugada, cómo sería ésta, de principio a fin. La armaron entre los dos, en la mente, antes de que sucediera. La inventaron. La dibujaron en un papel. La pintaron. Dos en uno en plena creación, ¿’tendés?. Y de la comunión, la obra. Como en el amor.
Exactamente igual que en el Amor.
Mi amigo reiría complaciente, de puro buen amigo, pero al fin me diría:
-Lo tuyo es literatura, loco.
-Y también lo es el Amor, mi querido amigo. También lo es. El género más cultivado de la literatura universal.
Alfredo Arri (Theodoro) marzo 2009
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