miércoles, 13 de enero de 2010

Testigo de cargo. Relato.

Relatos sin ton ni son

Testigo de cargo.



La vida nos pone a prueba todos los días y -puede ocurrir- que el hecho más alejado a nuestras vidas, tal como uno insignificante, o uno que no nos pertenece o no nos incumbe, nos desacomoda totalmente.

Ahí iba yo, por la calle, de regreso de una salida menor, cuando me topé de repente con una pareja en plena ventilación pública de una querella privada. De una grave querella, para ser preciso. Simple, repetida, mil veces repetida, pero de todos modo grave: ella le reprochaba a él su infidelidad. A los gritos, claro. A los gritos y a los manotazos. Con llanto, moco, maldiciones y mucha, pero mucha palabra soez.

-¡Hijo de remil putas: mirá cómo tenés la cara, toda rajuñada. Y el cogote chuponeado. Hijo de puta…!

En ese tono. Ni más, ni menos.

El tipo se defendía como podía, tratando de esquivar los manotazos de la mujer, pero sin responderle. No respondía: ni con la lengua, ni con las manos.

En el momento en que pasé más cerca de los dos personajes, adiviné… en realidad vi más que adiviné, un reflejo de alegría no del todo desdibujada en la mirada del tipo. Me dije: en el fondo, este tipo está disfrutando del momento. O del momento de mierda que estaba pasando su mujer, o de algún otro momento. Sí, también puede ser que ese otro momento fuese el recuerdo del los momentos pasados… con la otra.

En otras palabras, bah: ya porque el tipo estuviese gozoso del embarazoso momento que vivía con su mujer alterada, ya porque el tipo aún tuviera la resaca de la placentera borrachera pasada con la otra, la cosa era que, de alguna manera velada pero cierta, el hombre parecía disfrutar del momento.

Es más: cuando pasé a su lado, me lanzó una mirada cómplice. Fue un instante en que los ojos de él y los míos se cruzaron. Un instante nada más. Pero suficiente para entender su pensamiento: “Vos me entendés, hermano, ¿no?” Algo así.

En ese preciso instante, la mujer, cuyo estado de alteración emocional no decrecía sino que aumentaba, comenzó a golpear una puerta de calle de una casa cercana a la escena que describo.

-¡Puta!. ¡Salí, puta! ¡Salí que te mato, reventada!

“Ah, La Otra es una vecina”, pensé (sin gastar mucha suspicacia por cierto). “Pero en esa casa –pensé a continuación- vive una chica que…”

En efecto, la señorita que recordaba haber visto en otras ocasiones en la puerta de esa casa salió finalmente a la calle. Era la misma que recordaba.

A ver… ¿cómo describirla? Tal vez así: veinte a veinticinco años, alta, de una belleza extraordinaria, con un cuerpo escultural. Algo así como una tapa de revistas del corazón. Un bombón. Un bombonazo. Un camión. Una potra. Un minón infernal. Ya me entendiste…

No sé, no alcancé a entender qué cosa dijo la chica cuando salió a la calle pero la mujer del infiel, ni bien La Otra salió a la vereda, se le abalanzó, tomándola de las mechas mientras repetía todo el rosario de maldiciones que han inventado los hombres en los últimos cinco mil años, con sus ¡puta! mil veces repetido.

El infiel, un hombre de generosa humanidad por cierto, intervino con sus manos, por fin. Separó a las dos mujeres y tomando de un brazo a su mujer, a la rastra, se la llevó hacia su casa, una que estaba a unas cuatro o cinco puertas de la otra, o sea, de la de la otra.

Mientras la pareja se alejaba, miré más detenidamente a la mujer engañada. A ver… ¿cómo describirla? Tal vez así: cincuenta años, entrada en carnes, desgreñada, con marcas de la vida difícil en el rostro, el pelo descuidado, las carnes colgadas… y unas espantosas chancletas en los pies, rematadas con una margarita de plástico en cada una.

Volví la mirada hacia mi rumbo. La chica -la otra- permanecía en la vereda aún. En su rostro, en su bello rostro, descansaban tranquilamente los gestos de la insolencia, iluminados con los brillos de la malicia en los ojos. En los bellos ojos.

Seguí mi camino. Mis pensamientos estaban alterados, claro. Semejante escena no podía pasar así nada más por mi pobre cabeza. Pensé en muchas cosas. En muchísimas cosas. Todas racionales, claro. La razón ha sido siempre mi fuerte, es mi capital.

Pero, como dije al principio, a veces la vida nos ofrece pruebas, nada más que para desacomodarnos de nuestras creencias, convicciones, principios y demás productos de la pura razón y de la razón pura también.

Sencillamente un solo pensamiento surgió, solo, impetuoso, por encima de todos los otros. Un solo pensamiento:

“¡Qué caramelito que te comiste, hermano!”


Alfredo Arri (Theodoro) 2008

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